Enrique Colmena

La noticia ha sido recibida en nuestro gremio, el cinematográfico, con la abulia habitual en un país, España, donde da igual ocho que ochenta. Pero si finalmente no se rectifica, se estará cometiendo una lamentable fechoría, además contra los más débiles, aquellos que no pueden protestar ni tienen medios de coerción (léase cortar el tráfico de una calle o similar) para oponerse ante el disparate de los poderes públicos.

En este caso no es un poder público (aunque podría considerar, sensu lato, como un poder “para-público”, si vale la expresión): la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de España ha decidido que, a partir de ahora, los menores de 16 años no puedan ser candidatos a los Premios Goya (los Oscar españoles) que anualmente entrega la institución, formada por los profesionales del cine del país.

La excusa (porque eso es, y no otra cosa, como veremos después) esgrimida por la nueva Directiva de la Academia es que el hecho de obtener un Goya comporta una serie de derechos y obligaciones, como el voto o el pago de cuotas, que no deben ser ejercidos por menores de edad.

El problema de las excusas, como el de las mentiras, es que tienen las patas muy cortas. Porque si el problema es no poner a los menores en la tesitura de tener que afrontar unas cuotas y ejercer el voto, ¿no hubiera sido mucho más fácil, y justo, establecer una exención por la cual los menores de edad estuvieran dispensados de esos derechos y deberes hasta que alcanzaran la edad adulta? ¿qué fácil hubiera sido, verdad? Pues ya se ve que a nuestros académicos, de tanto pensar en hacer películas sobre sus preciosos ombligos, se les ha atrofiado la sesera.

Pero me temo que la verdad de esta medida estúpida nada tiene que ver con la argumentada protección del menor (no me protejas tanto, podrían decir los niños actores españoles…), sino más bien otro motivo bastante más repulsivo: recordemos que en la última entrega de los Goya los actores niños de Pa negre, Francesc Colomer y Marina Comas, se llevaron dos estatuillas y dejaron con dos palmos de narices a sus colegas adultos. Y no es la primera vez: ya lo hicieron Andoni Erburu en Secretos del corazón, Nerea Camacho en Camino, Ivana Baquero en El laberinto del fauno, o Juan José Ballesta en El bola, entre otros.

Así que, ¿tenemos celitos? ¿queremos eliminar molestos rivales que quizá por su edad conmueven el corazón mejor que sus compañeros resabiados? Stupendo, como diría Forges. La verdad, esperábamos más de una dirección presidida por Enrique González Macho, un hombre de cine del que siempre valoramos su sensatez y su sentido común, virtudes que, a la vista de esta decisión, ha debido de perder por el camino desde las trincheras de la producción, la distribución y la exhibición, donde habitualmente se mueve, hasta los oropeles del poder; porque ser presidente de la Academia de Cine da poder, no lo duden, y mucho...

Esta decisión, arbitraria, desmedida, injusta y demencial, no tiene sentido alguno. Parece que se quisieran cebar con lo más refrescante que hay en la interpretación en el cine español. Los niños, precisamente por su edad, son intuitivos, no están viciados por viejas técnicas interpretativas, son frescos y creíbles en pantalla. Si la Academia no da su brazo a torcer (que no lo dará: en España no rectifica nadie, a ningún nivel, en ningún estrato ni estadio), se habrá consumado una de esas felonías incruentas que, no por ello, deja de ser menos felonía.

En La madre muerta, aquella por lo demás espantosa película de Juanma Bajo Ulloa, el personaje que interpretaba Karra Elejalde, un ladrón impío y sin entrañas, en el transcurso del asalto a una vivienda, le pegaba un tiro en la cabeza a una niña cuando ésta se resistía a que le quitara el caramelo. ¿Estamos reeditando (figuradamente, por supuesto) esa escena con esta penosa decisión?

Piénsenlo los académicos; aún están a tiempo de evitar pasar a la posteridad como los directivos que, en contra de lo que se hace en otras Academias (sin ir más lejos, la de Hollywood, que no le importa premiar a los artistas, con independencia de cual sea su edad), cercenaron la posibilidad de reconocer trabajos eximios a una parte de los intérpretes de su país, sólo por el pintoresco hecho de no haber vivido aún lo suficiente.

Soy pesimista (ya saben: un pesimista es un optimista bien informado), pero, al menos, que se oigan voces que les avergüencen por lo que han hecho.



Pie de foto: Marina Comas posando con el Premio Goya conseguido por su interpretación en Pa negre.