Rafael Utrera Macías


El mundo sigue, versión cinematográfica de Fernán-Gómez

La amplia panorámica del comienzo, con la Gran Vía madrileña cuajada de peatones y automóviles, deviene en itinerante callejeo camino de algún barrio. Unas vistas de contenido y expresión neorrealista, tanto por las situaciones como por el personal, acaba en la plaza de Maravillas. Doña Eloísa recorre ese espacio y mira el edificio donde vive y el piso en el que habita, un ático sin ascensor. La línea horizontal de la zona pública, tan despaciosamente atravesada, y la vertical de su vivienda, recorrida visualmente, conformarán el punto exacto donde se consuma la tragedia de su hija.

Hasta que ésta llegue, conoceremos a los distintos personajes de la casa; muy especialmente a los habitantes del sótano, Faustino y Elo, con sus hijos, y a los vecinos del ático, la familia integrada por el matrimonio Agapito y Eloísa, con Luisita y Rodolfo, hermanos. Fernán-Gómez acierta plenamente al integrar en la misma vivienda a todos los miembros de cada unidad familiar, aunque tal relación venga dispuesta, espacialmente hablando, mediante un “arriba” y “abajo” cuya relación funciona antes como “unidad de contrarios” que como estimada relación de afectos.

El contexto urbano de estas zonas populares contrasta vivamente con los lugares, modernos y elegantes, de trabajo o de ocio, frecuentados por Luisita, lo que permite conocer el funcionamiento de su vida en relación con sus aspiraciones sociales y, al tiempo, a los hombres, generalmente amantes, con los que se codea.

Fernán-Gómez ha segmentado radicalmente el punto de partida literario del que su guión/película procede y ha despreciado de él cuantas tramas y personajes de la vida madrileña menos tenían que ver con el desarrollo de las relaciones en los grupos familiares indicados; en tal sentido, se ha desentendido, por ejemplo, de personajes como Roquita y Ruedita, con sus correspondientes historias, ya que la caprichosa decisión de Luisita de convertirse en artista no era más que una acción absolutamente desmembrada de los conflictos paterno-filial y entre hermanas.

Por ello, el director confecciona un aparente entramado familiar al uso para dinamitarlo desde dentro y dejar a esta institución en entredicho. Presentadas las convenciones de una popular clase social de los años sesenta del pasado siglo, da paso a la presentación de frustraciones y fracasos personales donde además está presente tanto la violencia como el maltrato y, de paso, queda al descubierto el papel social de la mujer cuyas salidas se limitan a la dependencia matrimonial o al libre ejercicio de la prostitución.

En esta diversidad de ambientes, el poder y la significación del dinero va adquiriendo valor en función de la persona que lo maneja y según su procedencia. La cita de Fray Luis de Granada, al principio del film, advierte al espectador sobre el sustrato en el que se asienta; la frase del padre, ávido receptor de regalos, despeja cualquier duda al efecto: “Al dinero no hay que mirarle el origen sino la cantidad y el poder adquisitivo”. Semejante actitud ética se amplía cuando el despreciado y despreciable yerno, Faustino, mamarracho impresentable para un “agente de la autoridad”, dispone de una quiniela de catorce aciertos. El dinero de Luisita, conseguido con su mercadeo sexual, tiene el mismo valor y entidad que el hipotético de Faustino, el ludópata poseedor de una envidiada combinación futbolística cuyo resultado no será para tanto.

La dureza de las situaciones tienen dos acepciones en el transcurso de la película: son las peticiones de perdón solicitadas por “La alpujarreña” a Eloísa (por cuanto su amante es padre de familia) y la dramática solicitud de Luisita a su hermana cuando ésta ya ha consumado su trágica decisión.


Estilo. Narración

Si el punto de partida literario conformaba un drama elaborado mediante recursos realistas y naturalistas, la película se instala, sin ningún complejo, en los parámetros temáticos y expresivos del melodrama; en él no faltan secuencias y situaciones de estricto carácter documental y abundantes matices de los que, sin entrar en más explicaciones metodológicas, se definirían como afines al neorrealismo. Y, como en anteriores películas de Fernán-Gómez, el costumbrismo como telón de fondo incorpora un lenguaje popular donde el tono sainetesco está controlado en función de la situación y del personaje. Sin poner en cuestión a Arniches (como sucedía en el texto novelístico), el guionista ha mantenido los diálogos en su literalidad, pero como director consiguió que se recitaran con una espontaneidad, vigor o templanza, tan sentida como vivida.

El discurso familiar y sus abundantes ramificaciones periféricas cambian de tono en las secuencias relativas al robo en el bar por parte de Faustino. La maquinación de cómo hacerlo, la angustiosa espera hasta resolverlo, la inquietante huida escaleras arriba, en paralelo con la subida del ascensor, conforman un bloque donde se ofrecen otros motivos narrativos más cercanos a la intriga y al suspense, aunque, sobre todo, sirvan para marcar debidamente una acción que el sujeto ejecutor efectúa fuera del hábito común de su conciencia.

El uso del “monólogo interior”, resuelto, obviamente, como “off” del personaje, se hace presente en Luisita, con soberbio primer plano, donde, desmaquillarse a jironazos, potencia el complejo sentido de sus quejas cuyos dardos van, preferentemente, al incontrolable corazón de la hermana. Del mismo modo, Faustino, como una de las expresiones de su ludopatía, juguetea, mental y obsesivamente, con las cifras de su premio, ensueño de iluso millonario, del que le sacará su esposa con oportuno golpecito en la frente.

A su vez, los tiempos de la narración oscilan entre el presente temporal de una época, ofrecidos en su mostración lineal, y un pasado, mostrado en flash-back, que, en el caso de Eloísa, responde a una temporalidad de paraíso feliz, por desgracia perdido, brutalmente enfrentado al dramático presente; mientras en el caso de Luisa, se establece la oposición entre la inocente niña que fue y el tipo de mujer en que se ha convertido; padres y sobrinos son los beneficiados por ese dinero al que nadie quiere mirarle “su color”.

Una secuencia concreta ha sido construida con marcadas intenciones, al tiempo que supone un guiño al lector de la novela: el desprecio y la indiferencia de Elo a los premios procedentes de la suerte. Cuando callejea camino de su casa con el niño en brazos, se le acerca una vendedora de lotería (también con su hijo encima) que le augura la suerte en la participación ofrecida; seguidamente, otro vendedor de boletos cuyo premio es un magnífico “Mercedes” hace lo propio, con el mismo resultado. La rifa del lujoso automóvil (como se explica en el libro, el coche se rifaba, en tiempos diferentes, por distintos barrios de Madrid) deviene en estafa tras sus aparentes intenciones benéficas; en ella ha colaborado, con su ingenua y pía intención, su hermano Rodolfo.

Los “planos-secuencia” con los que técnicamente se resuelven distintos momentos de la historia avalan a Fernán-Gómez en su capacidad expresiva o narrativa y en usar un diferente montaje según el carácter de cada situación. De otra parte, la música, generalmente usada sólo en su procedencia de elemento musical (tocadiscos, radio, etc.), señala la rumba como composición idónea para marcar momentos dramáticos o cerrar el trágico episodio del suicidio de Elo.

El guionista y realizador ha suavizado alguna situación respecto del original literario; como ya dijimos anteriormente, Luisita, en la película, implora, fuera de sí, el perdón de su hermana, mientras Don Andrés, el dramaturgo y periodista, en el libro, efectúa elucubraciones ante el sentido de la vida (“¿Pero qué hace Dios?”?) no exentas de evidente deseo de venganza. Fernán-Gómez ha tildado de “plano casi blasfemo” este escueto “¡¡¡Dios!!!, “¡¡¡¡¡Dioooosssss!!!!!” con el que resume la tragedia y así evita mayores explicaciones tal como aquellas que dan preciso sentido al título: “El mundo sigue…¡a peor!, ¡a peor!, ¡a peor!”.

A pesar de las vicisitudes de producción que antes se han señalado, el resultado de la acomodación de los actores a los personajes es de todo punto ejemplar. Fernán-Gómez (Faustino) da perfectamente el tipo de ludópata y tarambana con escasa conciencia de sus obligaciones familiares. Francisco Pierrá (Agapito) y Milagros Leal (Doña Eloísa) ajustan sus papeles sabiamente con arreglo a la experiencia de un secundario de primera y a un dominio, en gesticulación y verbalización, experimentado durante años en las tablas del escenario. Lina Canalejas (Elo) y Gemma Cuervo (Luisita), se devoran interpretativamente, al tiempo que, en la ficción, deben odiarse hasta desearse la muerte una y otra vez; ambas dan forma a la violencia doméstica vivida y sentida de modo visceral. Agustín González (Andrés), modélico en tipo e indumentaria, en sobriedad gestual, representa al eterno aspirante tanto a dramaturgo de éxito como, por su timidez, a un amor, por Elo, inalcanzable; las oscuras gafas tras las que se esconde, acaso le impidan ver no tanto cómo funciona el mundo sino la podredumbre del mismo. José Morales (Rodolfo), Fernando Guillén (Rafa), María Luisa Ponte (La alpujarreña), Ana María Noé (Lina), José María Caffarel (Julio), Cayetano Torregrosa (Gervasio), José Calvo (Don Acisclo), entre otros, componen una galería de intérpretes donde el nombre de “secundarios” resulta inoportuno. Dos actrices hoy consagradas, hacen algunos de su iniciales papeles a las órdenes de Fernán-Gómez: Pilar Bardem (“modelo” en casa de Lina) y Marisa Paredes (Floren, “la doncellita madrileña”).


Un comentario en flash-back

El mundo sigue, tras un parto distócico y una vida de oculto anacoreta, resucita, cincuenta años después, en la vieja y en la nueva pantalla, adornada de modernas cualidades técnicas que ennoblecen lo genuino de sus peculiares entrañas. Permitirá el lector que nos remontemos a 1982, año en el que Fernando Fernán-Gómez mereció un ciclo en la Filmoteca Nacional, otro en el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva y, a lo largo de tres meses, en la segunda cadena de Televisión Española, donde el propio autor fue explicando, con tanta sencillez como rigor, las circunstancias en que se fueron produciendo cada una de sus obras y, al tiempo, nos informaba, burla burlando, de los mil y un problemas de nuestra cinematografía. Entonces, escribimos del poliédrico artista (“Polifacético Fernando Fernán-Gómez”. Revista “Juan Ciudad”. Sevilla. Junio. 1982) estos párrafos cuya vigencia, treinta y tres años después, tras el reestreno de El mundo sigue, parece incuestionable:

“Queda más que demostrado que Fernando Fernán-Gómez es un artista de variado registro, un ilusionado todo terreno que hace de tripas, corazón, y que, con censura y sin cesura, con presupuestos cortos y largos, con guiones propios y ajenos, es capaz de realizar un cine personal, humano, popular, donde la naturalidad es el norte de un profesional digno y honesto.
(…) Su filmografía como director ofrece una nota significativa: la dificultad para ser creada, estrenada, distribuida y vista; casi podría decirse que estamos ante un autor maldito aunque, a la postre, haya conseguido filmar más de lo que esperaba (…) En este conjunto de películas, la presencia de lo cotidiano, el realismo popular, las notas humorísticas, no han estado reñidas con el tono esperpéntico y la visión agridulce de la vida española. La meta del director Fernán-Gómez es hacer un cine de autor que tenga un consumo amplísimo, sin perder nunca de vista las coordenadas sociales y las características peculiares inherentes a nuestra sociedad”.

(Puede verse una escena de El mundo sigue pinchando aquí).