Enrique Colmena

En las dos entregas anteriores de este tríptico hablábamos, en cuanto al racismo y su contrafigura el antirracismo, de la concienciación a la que llegó el cine desde sus albores hasta los años sesenta, y de la reivindicación que supuso en la gran pantalla (y en la pequeña; véase el percutante caso de la serie catódica Raíces) los años setenta y ochenta. A partir de los años noventa se puede fijar convencionalmente el momento en el que el cine USA trata el tema del racismo con normalidad, apareciendo cada vez más en plano de igualdad blancos y negros, si bien es evidente que aún queda mucho camino por recorrer.


El racismo, ¿pretérito imperfecto?

Ello no obsta para que, por supuesto, sigan denunciándose las situaciones de discriminación, pero a partir de la década de los años noventa ya vemos que en su inmensa mayoría se refieren a asuntos pasados. No es que no existan desde esa década casos absolutamente indignantes, pero el cine parece poner su foco en las injusticias pasadas, quizá como forma de que no se repitan contemporáneamente. Así, Amistad (1997), del liberal Steven Spielberg, se centraba en un caso al parecer verídico, ocurrido en pleno siglo XIX, cuando los esclavos que viajaban en un barco español se amotinan contra sus felones propietarios y arriban a un puerto norteamericano, donde se planteará un dilema legal: ¿son hombres libres o esclavos? Con un notable reparto de intérpretes negros (Morgan Freeman, Djimon Hounsou, Chiwetel Ejiofor, entre otros) y blancos (Matthew MacConaughey, aunque aún no brillaba como ahora; Anthony Hopkins, Anna Paquin), no es una de las mejores películas spielbergianas, pero aporta otro grano de arena en el cine antirracista, siempre tan necesario.

También Historia, y con mayúsculas, es la que nos ofrece Rosewood (1997), filme del director afroamericano John Singleton, que pone en pantalla los sucesos verídicos ocurridos en los años veinte del siglo XX, en lo que se conoce como la Masacre de Rosewood, cuando una mujer fue presuntamente golpeada y violada por un hombre negro, lo que desató la furia de la comunidad blanca, a raíz de lo cual murieron seis afroamericanos además de dos blancos. Aquella abyección, ocultada durante décadas por las autoridades, sería puesta en primera plana con los nuevos movimientos pro-derechos civiles a partir de los años ochenta. Con dos estrellas negras al frente, Ving Rhames y Don Cheadle, más el blanco Jon Voight, el filme descubrió para todo el mundo otro de los atropellos que los afroamericanos sufrieron en sus carnes durante demasiado tiempo.


Siglo XX, segunda mitad

Pero quizá sea en los años que van desde los cincuenta al nuevo siglo XXI en los que se ambienten en cine más historias teñidas de racismo y/o antirracismo. Son tiempos en los que la comunidad negra tomó conciencia de sí misma y menudearon entonces las historias situadas en ese tiempo. Por ejemplo, Fantasmas del pasado (1996), de Rob Reiner, que cuenta su historia en flash-back, desde los años noventa, remitiéndose al asesinato en los años sesenta de un activista por los derechos civiles a manos de un supremacista de la raza aria, que se fue de rositas en aquel inicuo tiempo, y de qué forma un nuevo fiscal del distrito, treinta años después, intentará hacer justicia. Al frente del reparto Alec Baldwin y Whoopi Goldberg, aunque el que estaba espléndido era James Woods como el racista asesino, en una composición memorable.

En una línea parecida, también judicial, estará Tiempo de matar (1996), de Joel Schumacher, sobre una novela de John Grisham, en la que se cuenta el caso de un negro que mató a los dos blancos que violaron y asesinaron a su hija. Con Matthew MacConaughey y Sandra Bullock al frente del reparto, y con Samuel L. Jackson como el padre ultrajado, el filme fue un éxito económico, lo que, en términos de publicidad para la causa, fue impagable, con independencia de que sus valores cinematográficos fueran cuestionables.

Otro thriller judicial, aquí fuertemente entreverado de drama familiar, será Cámara sellada (1996), del infravalorado James Foley, una historia en la que un joven abogado (Chris O’Donnell) se enfrenta a la tarea de salvar a su abuelo (un impecable Gene Hackman) de la cámara de gas, condenado por un crimen racista que el joven picapleitos cree imposible que haya cometido su yayo. Filme liberal, tiene un interesante planteamiento porque da la palabra (sin apoyarla) al adversario, ese miembro irredento del Ku Klux Klan, y mezcla racismo con familia, con sentimientos, en un cóctel complejo pero que el director (otra vez con materia literaria suministrada por John Grisham) saca adelante con solvencia.

Se puede decir que guarda parentesco con el thriller judicial el filme Huracán Carter (1999), dirigido por Sidney Lumet, que narra la verídica historia de Rubin Carter, un exitoso boxeador de raza negra que a mediados de los años sesenta fue encarcelado por un supuesto asesinato, condenado a cadena perpetua en un juicio plagado de irregularidades, y finalmente, treinta años después, puesto en libertad al comprobarse su inocencia. De esa tarea se encargará una familia de blancos liberales, seguros de la falta de culpabilidad del reo. Denzel Washington hará con este otro de sus fuertes personajes afroamericanos; de los blanquitos me quedo con la presencia siempre fascinante de Deborah Kara Unger.

Dentro de los hechos históricos (o no históricos, pero situados en ese lapso de tiempo) acontecidos durante la segunda parte del siglo XX estarían, por supuesto, algunos de los acontecimientos que marcaron la concienciación y la lucha de la comunidad afroamericana por sus derechos. Así, en Malcolm X (1992), Spike Lee puso en imágenes la vida, hechos y muerte del famoso y carismático líder de la negritud norteamericana, el envés de Martin Luther King: si M.L.K. predicaba la lucha no violenta, Malcolm X, tras una primera etapa en esa línea, se radicalizó y no hizo ascos a recurrir a la violencia para obtener sus fines. Lee lo biografió en este filme denso e intenso, que sin embargo no concitó el éxito que se esperaba, lo que lastró la carrera del cineasta. Denzel Washington hizo una notable composición del líder negro, y junto a él una constelación de estrellas afroamericanas: Angela Bassett, Albert Hall, Delroy Lindo, Theresa Randle, el propio Spike Lee.

En esa misma línea se debe incluir Panther (1995), del actor y director Mario Van Peebles, sobre el movimiento de los Panteras Negras que durante dos décadas estuvo en el centro de las reivindicaciones de la comunidad afroamericana, convirtiéndose en una organización amada o temida según las distintas visiones de sus admiradores o enemigos. Aunque contó con algunos actores conocidos como Chris Rock o la antes mentada Angela Bassett, el filme de Van Peebles no tuvo demasiada repercusión: quizá el tiempo de los Panteras Negras había pasado, y más que en la ficción histórica había que buscarlos en los libros de Historia…


El sexo interracial, ese Guadiana…

Ya hemos visto en las anteriores entregas que uno de los temas recurrentes en el cine racista y/o antirracista USA es justamente el sexo interracial, un tema que, ineludiblemente, siempre tenía consecuencias muy negativas, incluso trágicas, para la parte negra de la pareja en cuestión. En los últimos tiempos, sin embargo, esas consecuencias se han tamizado de forma importante: hay una nueva visión sobre el sexo entre personas de distinta raza (para nuestro estudio negra y blanca), una visión más tolerante, aunque parta de posturas de intolerancia. El filme paradigmático de esta nueva fórmula quizá sea Monster’s ball (2001), de Marc Forster, una sensible historia de amor entre un sheriff racista (estupendo Billy Bob Thornton) y una mujer “coloured” (no menos espléndida Halle Berry, justamente premiada con un Oscar), que planteaba que, incluso en las posturas más montaraces, los sentimientos, el amor, sean capaces de cambiar criterios que parecieran inamovibles.

En esa misma línea, Crash (Colisión) (2004), de Paul Haggis, un filme con varias líneas argumentales, plantea la posibilidad de que un policía cargado de prejuicios raciales se los trague, en un momento dado, y aflore en sí el ser humanista que arriesga su vida por lo que supuestamente detesta, quizá incluso desprecia. Filme de notable complejidad y vigor, su temática no gira exclusivamente sobre el racismo, pero la línea argumental que tiene como eje a Matt Dillon como el madero racista es ejemplar en el tema.

Amor entre distintas razas y en los años cincuenta en los Estados Unidos, y además con individuos de muy diverso estrato social, es lo que plantea Lejos del cielo (2002), de Todd Haines: ella, una mujer casada, blanca, de clase acomodada, engañada por su marido; él, su jardinero negro, hombre humilde y modesto. Entre ambos surgirá una pasión que, desde luego, no será bien aceptada por un entorno ruin y prejuicioso. Julianne Moore borda su complejo papel, y el personaje del jardinero negro lo hará Dennis Haysbert, un actor no demasiado conocido pero de larguísima carrera, generalmente volcado en la televisión, pero que aquí hizo el que probablemente fue el papel de su vida.

Como amor interracial, y en este caso verídico, es el que se plantea en Loving (2016), de Jeff Nichols, la historia de un matrimonio compuesto por blanco y negra, en los años cincuenta, cuando en el estado de Virginia ese tipo de bodas era ilegal, y las penalidades que ambos cónyuges debieron soportar y superar hasta conseguir que se les concediera la perogrullada de convivir como la pareja que eran. Joel Edgerton y Ruth Negga están estupendos.


La esclavitud, esa felonía

Como era de esperar, los nuevos tiempos han permitido explayarse sobre uno de los períodos históricos más deleznables de la Historia de Estados Unidos, aquellos aproximadamente cien años entre la fundación de la nación y la abolición de la esclavitud con la llegada de la administración Lincoln, en la que esta lacra estuvo vigente.

12 años de esclavitud (2013) es quizá el título paradigmático. Dirigida por el británico de raza negra Steve McQueen (nada que ver con el difunto e inolvidable actor norteamericano), el filme planteaba el caso verídico de un hombre libre de raza negra, secuestrado en Nueva York a mediados del siglo XIX por unos desaprensivos, quienes lo venden como esclavo en una plantación del muy racista estado de Louisiana. El plazo de tiempo que indica el título será el que el hombre tardará en poder recuperar su libertad, su vida, su familia. Notablemente filmada por un cineasta que con Shame ya nos demostró su excepcional valía, 12 años de esclavitud constituyó, a su escala, un hito como en los años setenta fue la televisiva Raíces. La película de McQueen obtuvo merecidamente 3 Oscar, uno de ellos para la actriz Lupita Nyong’o, aunque ninguno para el protagonista absoluto, Chiwetel Ejiofor, que estaba portentoso: cosas de la Academia…

El nacimiento de una nación (2016), que nos ha dado pie a escribir, junto con su homónimo de 1915, esta tríada de artículos, también se sitúa temporal y geográficamente en el período esclavista norteamericano. Nate Parker es su autor cuasi absoluto (director, guionista, productor, protagonista), y su historia, aunque deja cierta sensación de “déja vu”, de ya visto, lo cierto es que interesa, aunque no sea más que por poner en imágenes la historia verídica (aunque adornada para la ocasión, como es lógico) de este Espartaco negro que fue uno de los primeros en alzarse contra la ignominia de la esclavitud.

Dentro del esclavismo, Quentin Tarantino ha propiciado una visión en clave de western, o de postwestern, si aplicamos esa nueva denominación a los productos que se inscriben en un género que murió, según nuestro criterio, en 1976 con El último pistolero, de Don Siegel. Decíamos que Tarantino ha puesto recientemente sobre la mesa un postwestern en clave antirracista, Django desencadenado (2012), con unos estupendos Jamie Foxx y Christoph Waltz al frente del reparto y secundarios de lujo como Leonardo DiCaprio o Samuel L. Jackson, y en la que un hombre blanco liberará a un esclavo negro y le ayudará a que, como Orfeo con su Eurídice, rescate a su mujer de un metafórico Hades.


La desigualdad, ese oprobio

Como era de esperar, también el tema de la desigualdad estará presente en las películas que han tratado el racismo en los últimos veinticinco años. De esta forma, en Criadas y señoras (2011), de Tate Taylor, se plantea una historia ambientada en los años sesenta en el muy carca estado de Mississippi, donde fámulas y damas tienen aseos distintos, no pudiendo las negras utilizar el de las blancas. Todo ello, por supuesto, como metáfora de una desigualdad rampante, de dos clases distintas diferenciadas por la raza. En clave amable y sin subir demasiado el tono, también es importante este tipo de cine comercial que conciencia sobre conductas intolerables.

Como intolerable fue el diferente trato que un grupo de científicas sufrieron durante la carrera espacial, según denuncia Figuras ocultas (2016), de Theodore Melfi. Estas matemáticas e ingenieras tuvieron que soportar tratos humillantes por parte de sus colegas blancos por su doble condición de mujeres y negras, con disparates como tener que ir a un baño situado a más de un kilómetro de su oficina cada vez que tenían que hacer uso de ese servicio. Taraji P. Henson, Octavia Spencer y Janelle Monáe daban vida al trío de científicas sin las que los éxitos de la NASA no hubieran, literalmente, existido.

El mayordomo (2013), de Lee Daniels, plantea un peculiar y verídico caso de desigualdad, el del jefe del servicio doméstico de la Casa Blanca, un hombre de color que, por su raza, y a pesar de que se le podría considerar un privilegiado, sentirá el oprobio y la humillación de los blancos que lo consideran inferior, por muy excelentes que sean sus servicios al presidente y a su corte. Forest Whitaker hace un gran trabajo, si bien la película no llegó a concitar los merecidos elogios del filme precedente de Daniels, la espléndida Precious (2009).


Dos singularidades

Hemos dejado para el final dos películas que tocan el tema del racismo pero de una forma inclasificable. Por un lado, Moonlight (2016), la bellísima, dolorosa obra de Barry Jenkins, que cuenta una historia de sensibilidad diferente dentro del marco machista de una sociedad fundamentalmente negra. Estamos, entonces, ante una sutil variante del racismo, el que nace no del color de la piel, sino de la sensibilidad sexual: homofobia, también se le llama, aunque no sea sino otra forma de discriminación entre seres humanos.

Y por otro lado, Déjame salir (2016), el muy peculiar thriller de terror de Jordan Peele, que plantea una forma distinta de racismo, la que aprovecha las condiciones físicas de la raza negra para parasitarla y beneficiarse de ella, con desprecio de la vida ajena que anida en esos cuerpos.

Pie de foto: Michael Fassbender y Chewitel Ejiofor en una imagen de 12 años de esclavitud.