Enrique Colmena

El insospechado éxito comercial de Ocho apellidos vascos, que cuando se escriben estas líneas se prevé pueda ser la película española más comercial de 2014, nos permite hablar sobre su director, Emilio Martínez-Lázaro, aunque ciertamente la película pertenezca más a sus guionistas, los vascos Borja Cobeaga y Diego San José, que al propio director, madrileño y cuya relación con el País Vasco es más bien escasa; es cierto que a principios del siglo XXI rodó allí La voz de su amo, pero no parece suficiente como para otorgarle pedigrí euskaldun.

El caso es que Martínez-Lázaro es lo que se podría denominar un artesano del cine español; no es lo que se dice un autor, pero tampoco un director que suela defraudar, aunque es cierto que su carrera está jalonada por filmes irregulares que lo mismo funcionan que pasan totalmente desapercibidos, en una especie de guadianesca trayectoria que le hace ser uno de los cineastas españoles cuya filmografía presenta más dientes de sierra, tanto en lo artístico como en lo económico.

Nacido en 1945 en Madrid, como hemos dicho, estudió en un colegio de jesuitas y después empezó la carrera de Ingenieros Industriales, aunque después se cambió a Ciencias Físicas. Pero estaba claro que esos no eran los intereses del joven Emilio, que muy pronto se inició en el cine, con cortometrajes como Amo mi cama rica (1970), que le dio cierta fama en el mundillo cinematográfico de la capital y le permitió el acceso al rodaje como director de un largometraje, aunque debió ser en régimen de codirección. Fue una película de terror, Pastel de sangre (1971), un filme de episodios que rodaron también alguno de los nombres fundamentales de aquella época, como Jaime Chávarri, así como otros cineastas que han tenido una carrera más irregular, como Francesc Bellmunt, y otros que han pasado directamente al olvido, como José María Vallés. Tras aquel debut en el cine comercial, Martínez-Lázaro comienza a trabajar en TVE, la televisión pública, donde grabará algunos espacios culturales como Los Libros y Cuentos y Leyendas, que le otorgan las tablas que, ciertamente, requería.

Será en 1978 cuando estrena Las palabras de Max, que ganará (ex aequo con Las truchas, de José Luis García Sánchez) el Oso de Oro de la Berlinale de aquel año.  Ese éxito, con una película de gran densidad, pareció descubrir a un autor del que podríamos llamar Novísimo Cine Español, surgido en la Transición, con nuevas cotas de libertad, tanto en lo político como en lo sexual, pero esa autoría sería un espejismo.

En 1980 rueda Sus años dorados, una extraña comedia romántica que supondrá la puesta de largo de Patricia Adriani, con aquel cine un tanto críptico que se llevaba en aquellos años, con buenas críticas pero casi nula repercusión comercial. Tras aquel fracaso, se abre un período de seis años en el que no rueda nada, hasta que llega el momento de Lulú de noche (1986), con una de las estrellas emergentes de la época, Imanol Arias, en un filme extraño que mezclaba elementos diversos, desde un cierto tono de film noir hasta retazos de comedia romántica, una mescolanza extraña que sólo a ratos funcionaba.

Dos años más tarde opta por la comedia en ambientes de cierto elitismo en El juego más divertido, que juega con la comedia de enredo, aunque sin mucho éxito, en un filme costeado pero que no tuvo una proporcional repercusión en taquilla. En 1992 retoma el tema de su cortometraje iniciático Amo mi cama rica y hace Amo tu cama rica, que permite descubrir el talento de Ariadna Gil y a un joven e inexperto Pere Ponce, que se convierte, sin él saberlo, en un antecedente del pagafantas, cuando aún faltaban como dos décadas para descubrir ese concepto. Este filme tuvo una notable aceptación crítica aunque no tanto comercial, si bien su escaso coste compensó tal cosa.

En 1994 continúa por la senda de la comedia de pánfilos con Los peores años de nuestra vida, ahora con Gabino Diego, en una de sus peores películas, pedestre y poco inspirada. Tres años después hace una comedia intergeneracional, Carreteras secundarias, con Antonio Resines y Fernando Ramallo, que consigue cierto predicamento crítico pero poca taquilla, lo que le lleva al ostracismo durante varios años. Al comenzar el siglo XXI rueda en el País Vasco La voz de su amo, un filme al estilo del cine negro, con un sicario que se enamora de quien no debe, en una historia que no convence, aunque se agradeció que visitara un género (el film noir) y un paisaje (la Euskadi de la época en la que ETA aún mataba) habitualmente poco transitados por el cine español.

2002 será el año de su mayor éxito comercial, incluso crítico. Hace entonces El otro lado de la cama, una comedia romántica y musical que se constituye en uno de los taquillazos del año, con casi tres millones de espectadores. Cosa rara, tardará tres años en hacer una secuela, Los 2 lados de la cama, que mantiene razonablemente el tipo en taquilla, aunque recauda casi la mitad; pero en España millón y medio de espectadores es todo un éxito…

En 2007, con los vientos políticos que soplan en aquellos años en España (con el gobierno socialista de Zapatero y su interés por el tema de la llamada memoria histórica), Martínez-Lázaro rueda Las 13 rosas, la verídica historia de un grupo de jóvenes que, tras la Guerra Civil, fueron detenidas, juzgadas y ejecutadas por la dictadura de Franco, en una de esas abyecciones que el ser humano es tan dado a realizar. El filme, pulcro y correcto, cosechó cierto éxito por la emotividad de los hechos históricos acontecidos, pero confirmó que Martínez-Lázaro es un artesano eficiente pero no precisamente imaginativo. Aunque el filme funcionó bastante bien en taquilla, pasarían otros cinco años antes de que volviera a ponerse detrás de la cámara con la comedia La montaña rusa (2012), que fue un estrepitoso fracaso comercial y artístico.

Por eso ha llamado aún más la atención su éxito con Ocho apellidos vascos (2014), que ratifica el carácter irregular de una filmografía en la que hay cosas de interés, pero también demasiadas mediocridades. Sin embargo, en esta comedia perpetrada con guión de Cobeaga y San José, el primero de los cuales ya demostró su buen tino para los libretos de comedia pero también su mala cabeza para dirigirlos, Martínez-Lázaro se ha erigido en el competente profesional que lo lleva a buen puerto; no es una película exquisita, pero tampoco se le pedía. Lo que sí se le exigía es que pusiera en escena con gracia este guión en el que Cobeaga y San José se divierten a modo con los tópicos andaluces pero, sobre todo, vascos, en un ejercicio de autoparodia ciertamente admirable. No en vano son los fautores de esa pequeña maravilla que fue el serial Vaya semanita, un decenio en la programación de la Euskal TeleBista, todo un record, una mirada ferozmente satírica sobre sus propios tabúes.

Pie de foto: Emilio Martínez-Lázaro (derecha), en un momento del rodaje de Ocho apellidos vascos, con los intérpretes Dani Rovira y Clara Lago.