Rafael Utrera Macías

En el Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla  (Cicus) se ha estrenado el documental A Circe cinemática (Elogio del cinema), dirigido por Manuel Broullon y Pablo Lara, cuyo tema es la relación del escritor Francisco Ayala (Granada: 1906; Madrid: 2009) con el cine. Presentado por la Dra. Elena Barroso, ha sido producido mediante la colaboración de distintas instancias universitarias y en coincidencia con el aniversario del nacimiento de este escritor perteneciente a la denominada “generación literaria del 27”.

En las generaciones anteriores a la mencionada, tanto en la de 1898 como en la de 1914, hubo escritores interesados por el cinematógrafo hasta el punto de participar en la industria nacional como guionistas, directores y productores, casos de Vicente Blasco Ibáñez y de Jacinto Benavente; otros acudieron a las técnicas y características del cinema para estimular y renovar el teatro, tal como solicitaron o efectuaron Ramón Mª del Valle Inclán y José Martínez Ruiz “Azorín”.

Pero, en general, puede decirse que los miembros de tales generaciones no dispusieron  de la suficiente capacidad perceptiva para apreciar cuanto de beneficioso pudiera tener un oportuno intercambio de peculiaridades entre artes consagradas y otras más novicias. Los mayores distanciamientos para con el que comenzaban a llamar “séptimo arte” se pueden encontrar en “Juan de Mairena”, de Antonio Machado, y en la abundante literatura periodística de Miguel de Unamuno, aunque, en ambos casos, la justificación de tales distanciamientos obligaría a la debida contextualización de sus planteamientos y afirmaciones.

Si Don Miguel, el escritor vasco, invitaba a irse al campo para ver crecer el trigo, por defender “la naturaleza” frente  a “la civilización”, un miembro de la nueva generación, la del 27, el andaluz Francisco Ayala, aseveraba que lo emanado desde el proyector cinematográfico, “chorro de luz estremecida”, era más beneficioso y saludable  que “el aire de la sierra”.

Ayala, nacido en la capital granadina en 1906, donde pasó su niñez y adolescencia, conoció allí la novedad del cinematógrafo; en su libro “Recuerdos y olvidos” encontramos algún párrafo dedicado a aquella primera cinta que vio acompañado de su madre. Como en sus coetáneos, el pintor Manuel Ángeles Ortiz, el poeta Federico García Lorca o el cineasta José Val del Omar, la suposición del título, “Viaje a la luna”, “La bestia humana”, o de la actriz, Francesca Bertini, Lyda Borelli, o del local, “Café Cervantes”, “Cinematógrafo Pascualini” (donde se ofrecían “entretenimientos lícitos”), ha quedado más en un difuso olvido que en un imperecedero recuerdo.

Las circunstancias familiares llevaron, en 1921, al joven Ayala a Madrid, cuando contaba 15 años. Su precocidad en obtener la licenciatura y el doctorado en Derecho corrió parejo a la  firma de colaboraciones periodísticas tanto en la mejor prensa nacional, “La Época”, “Los Lunes de El Imparcial”, como en las más acreditadas revistas del momento, “Revista de Occidente”, “La Gaceta Literaria”. La temática de sus artículos estaba referida a una amplia diversidad de temas culturales en los que predominaban los literarios y los cinematográficos.

La formación de Francisco Ayala, el contexto en el que su obra comenzaba a crearse, era la propia de una generación formada en el visualismo, es decir, en una cultura en la que la “visualidad”, poco después acompañada de la “sonoridad”, sustituía a otra que había sido prioritariamente oral y auditiva, según delimitaba Ernesto Giménez Caballero, el director de “La Gaceta Literaria”.

El cine solicitaba esa nueva forma de ver y de  mirar;  al tiempo, se ofrecía como arte de síntesis y arte de masas en el que, entre otros aspectos, no era ajeno fomentar una evidente liberalización de costumbres. Este arte, propio de las primeras décadas del siglo XX, se emparentaba con otras novedades, igualmente admiradas por los coetáneos, como podía ser la velocidad del automóvil, la improvisada música de jazz y las teorías y prácticas del psicoanálisis.

En efecto, la realidad mostrada con visión heterogénea y plural, el cosmopolitismo y la preferencia de nuevos ambientes, a cuyo conocimiento contribuyen las nuevas comunicaciones y los modernos transportes, entre otros valores, conforman una generación que, no gratuitamente, se la ha denominado “la del cine y los deportes”.

Con este contexto, la formación cinematográfica de Ayala tiene un doble fondo. De una parte, su interés por lecturas que, además de libros especializados, se orientaban por el ensayismo de esta temática según reproducían las páginas de revistas como “Popular Films” y “La Pantalla”; al tiempo, las estrictamente literarias como “España” y “Revista de Occidente” habían incorporado el cinema como materia de comentario crítico o de creación.

De otra, la asistencia a cine-clubs madrileños donde se exhibían las últimas novedades, generalmente fuera de los circuitos comerciales. En tal sentido, el Ayala que había publicado su artículo “Indagación del cinema” (1929), muy poco después convertido en libro de homónimo título, pone a las claras su formación como espectador asistente a proyecciones de “La Residencia de Estudiantes”, donde Luis Buñuel era el coordinador,  y al “Cine-club Español” de “La Gaceta Literaria”, donde Giménez Caballero tuvo como presentadores a Ramón Gómez de la Serna, Pío Baroja, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Gregorio Marañón, Miguel Pérez  Ferrero, entre otros.

Directores como Murnau, Clair, Flaherty, Keaton, Stroheim, Eisenstein, Chaplin, Dreyer, se daban cita en la pantalla ya fuera en ciclo dedicado a la vanguardia, al cine ruso, al educativo, al de animación, a la comedia americana o a específicos tecnicismos como el “ralentí”.

Esta savia cinematográfica nutriría la obra del joven Ayala de dos modos: primero, como comentarista de cuestiones artísticas o técnicas dedicadas a la esencia del cine en general y, segundo, al ser fecundada su literatura, relatos o novelas, con técnicas y procedimientos propios del lenguaje fílmico.

Así lo demuestran los artículos “Tipo de arte del cinema”, “Dimensión social del cine”, “Mitología del cinema”, “Efecto cómico del ralentí”, “Los noticiarios”, etc.; luego, los dedicados a grandes figuras como Charles Chaplin (La quimera del oro, El circo),  Buster Keaton (El colegial, El héroe del río), Janet Gaynor (Amanecer, El séptimo cielo), Adolphe Menjou (Un caballero de París), Josefina Baker (“la Judith negra” en “una mala película”), Greta Garbo (quien “conserva en su pecho el rumor gemelo de dos caracolas” a la que llama “Circe nórdica”), a héroes de la animación como el Gato Félix (un ser “frágil” que es “tótem”) y ejemplares documentales, tal el titulado Moana (representante de “lo moderno y lo elemental”).

El final de este gran librito termina, en su primera edición (Compañía Iberoamericana de Publicaciones, 1929), con un poema, el único que el escritor dedicó a un personaje de la pantalla, titulado “A Circe cinemática”. Ayala se remonta al femenino personaje mitológico, divulgado por Homero, alabado por su hermosura, denostado por sus hechizos; compone un poema en silvas, obviamente bien distinto al de sus predecesores Lope de Vega o Corneille, donde enfoca a una Circe que se deleita en escuchar al viento enamorado; el adjetivo que la califica en el título juega con la polisemia del término tanto en el ámbito de lo cinematográfico (no olvidemos que a la Garbo la ha llamado “Circe nórdica”) como en el de la ciencia del movimiento, de ese movimiento que, tal como leemos de una estrofa a otra, está producido por un viento agitador de pañuelos o separador de  ramas.

Pero si el escritor granadino es incansable ensayista del fenómeno cinematográfico también es pionero de la literatura cinematográfica de creación; Ayala ha convertido el popular arte de su tiempo en sugerentes narraciones donde las técnicas del perspectivismo y el collage narrativo se han  utilizado con ejemplar propiedad.

Sus narraciones, que fueron viendo la luz en las influyentes revistas literarias citadas, constituyen hoy un corpus modélico donde la nueva mirada y la narración diferente contribuyen a crear relatos titulados “Cazador en el alba”, “La cabeza del cordero”, “Erika ante el invierno”, “El gallo de la pasión”, “Hora muerta”, “Polar estrella”, etc.

En ellos se manifiesta una diversidad de puntos de vista que, aplicados a la cotidiana vulgaridad y descritos con la carga irónica pertinente, se convierten en rasgos de un estilo donde los temas y recursos cinematográficos son elementos imprescindibles en la nueva cosmogonía del escritor.

Con tal bagaje, Ayala, imagina, por ejemplo, en “Polar estrella” el personaje de un escritor fascinado por una “artista” de cine. Los valores emanados de una evidente realidad humana contrastan con los diversos grados de ficción que convoca la película. El final del relato es el resultado de un amor imposible, un “amor fou”, que la blanca pantalla no está dispuesta a permitir.

Volviendo a “Indagación del cinema”, podríamos asegurar que se ha tratado de un libro “sin fin”, modo como gustaba de terminar sus películas el paisano José Val del Omar, acaso tomando el término de un poema de Juan Ramón Jiménez;  el librito, de 1929, se ha ido convirtiendo, a lo largo de sucesivas y renovadas  ediciones (1949, 1987, 1995), en “El escritor y el cine”, inventario de la modernidad percibido por la mente lúcida de un vitalista espectador.

Con “Indagación…” como sólido cimiento, Ayala ha ido aportando nuevos y rigurosos capítulos que, lejos de centrarse exclusivamente en el cine, se han ampliado a la televisión y al fenómeno audiovisual en general. Ahí están los artículos publicados a lo largo de varias décadas en la prensa nacional o internacional en los que ha seguido analizando el impacto de los audiovisuales sobre la sociedad y la recepción efectuada por las masas ante los nuevos eventos. Y ello sin dejar de mirar insistentemente a la pantalla grande, sea en locales públicos o en sesiones especiales de filmotecas, para deleitarse y escribir sobre Satyricón, de Federico Fellini, La guerra de los Rose, de Danny de Vito, Splendor, de Ettore Scola,  por poner sólo tres ejemplos.

De este “El escritor y el cine”, al que sólo puso fin la muerte del autor, hemos tomado ejemplo en capítulos tales como los dedicados al actor Cantinflas, Los tres mosqueteros y El gendarme desconocido, a las películas Carmen, de Saura, y Vida perra, de Javier Aguirre. El tipo y el lenguaje del cómico mexicano, la estructura y funcionamiento como unas cajas chinas en ese apreciado musical español interpretado por Antonio Gades y Laura del Sol, la mostración de la soledad en un texto literario unido a la delicada interpretación de la actriz, Esperanza Roy, en el film, son algunos de los muchos aciertos de un perspicaz veinteañero que no perdió su ilusión cinematográfica ni en la más acentuada ancianidad.

Sin duda, el homenaje que estos jóvenes cineastas han querido hacerle con motivo de un aniversario es una buena forma de mantener ese ininterrumpido elogio del cinema que Ayala García-Duarte mantuvo a lo largo de su vida. El documental recién estrenado, A Circe cinemática, firmado como hemos dicho por Broullon y Lara, es todo un ejemplo de cómo se puede defender un proyecto donde la inteligencia, la formación cultural y el riguroso trabajo en equipo son sustitutos de escuálida producción.

El tratamiento del guión contó con la ayuda de Estrella Sendra. Como expertos en el tema han sido entrevistados los catedráticos de Universidad Vázquez Medel, Sánchez Trigueros y Utrera Macías. La voz en off pertenece a Antonio de la Mano y como “joven Ayala” aparece en la pantalla Claudio A. Martín. Al cuidado de la producción estuvieron Desirée Ramos y Carmen S. Cantos, y de la postproducción se encargaron Sandra Jiménez y José Ignacio Vilaplana. Intervinieron como operadores Gabriel Piñero y Sara Gutiérrez. La música original ha sido compuesta por José Ángel Gallardo.

Buena parte de cuanto hemos expuesto en nuestro artículo está condensado en los apretados minutos de este mediometraje; su característica principal es haber sabido organizar un corpus informativo donde palabra e imagen se complementan en beneficio de un discurso literario y cinematográfico fraternalmente ensamblado; su narración no excluye la dialéctica verbal ni prescinde de una iconografía capaz de recuperar tonos y estilos propios de la época primera del escritor, aquella en la que germinó la llamada “generación del cine y los deportes”.