Enrique Colmena

Woody Allen, o no es posible ser sublime sin interrupción

Otro de los grandes del cine yanqui de los años sesenta, Woody Allen, se dio a conocer como director con la desaliñada pero graciosa Toma el dinero y corre (1969); con ese mismo estilo y tono hace varias películas más durante los años setenta, hasta que con Annie Hall (1977), una sobresaliente dramedia, se gana el crédito del cine yanqui y encadena un éxito tras otro. Son los tiempos de la bergmaniana Interiores (1978) y la espléndida Manhattan (1979), seguramente su obra maestra; inmediatamente después fracasa con su extraño homenaje felliniano, Stardust memories (1980), lo que le hace ponerse las pilas y comenzar de nuevo sobre seguro, con filmes notables como la shakespeareana La comedia sexual de una noche de verano (1982), e incluso sobresalientes, como Zelig (1983) y La rosa púrpura de El Cairo (1985). Es también el tiempo de buenas películas como Broadway Danny Rose (1984), Hannah y sus hermanas (1986) y Otra mujer (1988), alternando con fortuna comedia y drama. Su emparejamiento con Mia Farrow parece marcar el declive en su carrera, que ya no volvería a brillar a igual nivel; así, en los años noventa se suceden los títulos endebles, como Alice (1990), Sombras y niebla (1991), Celebrity (1998) y Acordes y desacuerdos (1999), y sólo tiene un filme realmente importante, Desmontando a Harry (1997).

En el siglo XXI la estrella de Woody ha sido intermitente: desde tonterías como Granujas de medio pelo (2000) a sorprendentes reencuentros con su mejor veta creativa en Blue Jasmine (2013), que sin embargo es una raya en el agua: lo que más abunda, para nuestro pesar, son mediocridades como Melinda y Melinda (2004), Vicky Cristina Barcelona (2008), Midnight in Paris (2011) o A Roma con amor (2012). La figura de Woody es, por supuesto, incuestionable en el cine mundial en los últimos cincuenta años, pero también parece evidente que su obra no tiene siempre (ojalá…) la misma altura; Baudelaire decía aquello de que hay que ser sublime sin interrupción, pero eso es más difícil de lo que parece…


Brian de Palma, del fulgor al rescoldo

Nacido en New Jersey, el cineasta (otro) italoamericano se dio a conocer a principios de los años setenta (tras foguearse en una serie de abigarrados filmes indies de toda laya) con el percutante thriller Hermanas (1972), para después encadenar varios éxitos: El fantasma del Paraíso (1974), Fascinación (1976) y, sobre todo, Carrie (1976), sobre la novela homónima de Stephen King, que lanzó a ambos (director y novelista) a la fama. Tras esos primeros éxitos hubo otros que, sin llegar a esa altura, mantuvieron un buen nivel, como La furia (1978), Vestida para matar (1980) y Doble cuerpo (1984). Los grandes estudios lo tentaron con filmes como El precio del poder (1983), nueva y peculiar versión del Scarface (1932) de Howard Hawks, y Los intocables de Eliott Ness (1976), que recuperaba un clásico de la televisión de los años sesenta.

A partir de ahí, la estrella de Brian de Palma declina, y se suceden los fiascos como la costeadísima La hoguera de las vanidades (1990), sobre la novela de Tom Wolfe, o naderías como En nombre de Caín (1992) y Ojos de serpiente (1998); sus únicos éxitos en la década de los noventa serían Atrapado por su pasado (1993), entonado thriller con Al Pacino, y la versión para el cine del clásico televisivo Misión Imposible (1996). El siglo XXI no ha sido piadoso con el cineasta neoyersino, y las tonterías (con algún destello del talento que alguna vez tuvo De Palma) han sido la norma: Misión a Marte (2000), una mediocridad rampante ambientada en el planeta rojo; Femme fatale (2002), un endeble thriller del subgénero atracos; y La dalia negra (2006), una alambicada versión de un alevoso crimen que conmovió la Norteamérica de los años cuarenta. Sólo Redacted (2007), ambientada en el irredento Iraq de la Segunda Guerra del Golfo, volvió a llamar positivamente la atención.

Parece claro, entonces, que de aquel fulgor del cineasta que homenajeaba a Hitchcock con desparpajo apenas queda un rescoldo; todavía no hemos perdido la esperanza de recuperar al mejor De Palma, pero cada vez es más difícil.


Schrader, Bogdanovich, Carpenter, Hill: muertos al llegar

Además de los cinco directores mencionados en los anteriores apartados, que se pueden considerar los más populares de esta generación que cambió Hollywood pero terminó como el soufflé, desinflándose, hay algunos otros cineastas de esa misma quinta (como se decía otrora) que merecen ser citados, aunque lo cierto es que sus carreras, que parecían iban a ser prominentes, se han quedado en poco menos que nada; al menos en términos de relevancia a nivel de público, porque todos tienen su filmografía, aunque de corte muy modesto (y no sólo desde el punto de vista comercial…). Así, Paul Schrader se reputó, en su momento, como un mellizo de Martin Scorsese, con el que trabajó como coguionista en varios filmes (cfr. Taxi driver y Toro salvaje). Tras una primera etapa como director en la que Schrader brilló y nos hizo concebir esperanzas, con títulos como Blue Collar (1978), Hardcore. Un mundo oculto (1979) y American gigoló (1980), los sucesivos fiascos comerciales (que no artísticos) de El beso de la pantera (1982) y, sobre todo, Mishima (1985), le relegaron al ostracismo de los productos del tres al cuarto. Desde entonces su estrella sólo ha despuntado en algunos títulos de interés, como la hipnótica El placer de los extraños (1990), Posibilidad de escape (1992) y, sobre todo, Aflicción (1997). Ahora está pendiente de estreno su último filme, Como perros salvajes (2016), que sin embargo no trae buenas referencias.

Si Schrader resultó (metafóricamente) casi muerto al llegar, qué decir de Peter Bogdanovich, el más exquisito de todos ellos (con permiso de Scorsese, claro): crítico, investigador, intelectual, erudito. Empezó rutilante, encadenando un éxito tras otro: el espléndido, melancólico drama La última película (1971), la vertiginosa comedia ¿Qué me pasa, doctor? (1972), la revisitación “vintage” Luna de papel (1973); pero inmediatamente llegaron otros tantos clamorosos fracasos, con Una señorita rebelde (1974), el costeadísimo (y estupendo) musical Por fin, el gran amor (At long last love) (1975) y Nickelodeon (1976). Ya nada fue igual: con graves problemas personales, Hollywood le dio la espalda y sólo pudo hacer algunos filmes de interés entre otros muchos que fueron puras medianías. Se recuerda de Bogdanovich en esa etapa algún título como la nostálgica Texasville (1990), que retomaba el microcosmos de la América profunda de La última película, y más recientemente Lío en Broadway (2014), que de todas formas está a años luz de sus ligeras comedias de los años setenta.

John Carpenter siempre ha sido un director “de género”, y más concretamente del género fantástico y, sobre todo, de terror. Tuvo una primera etapa gloriosa, venciendo y convenciendo (gracias, Unamuno) con títulos como Asalto en la Comisaría del Distrito 13 (1976), La niebla (1980), y, sobre todo, La noche de Halloween (1978), que dio lugar a una saga cinematográfica de decreciente interés, aunque aquel primer capítulo sí que lo tenía. Durante los años ochenta hace algunos títulos estimulantes, como 1997. Rescate en Nueva York (1981), que tendría su continuación quince años más tarde en 2013. Rescate en L.A. (1996); La cosa (1982), remake del clásico El enigma de otro mundo (1951) de Christian Nyby y Howard Hawks; sin embargo, a partir de los años noventa su cine se va distanciando en el tiempo y perdiendo el favor del público, salvo en contados casos, como El pueblo de los malditos (1995), notable “reboot” del clásico homónimo de 1960 de Wolf Rilla, y Vampiros (1998), donde situaba inopinadamente el terror de los no-muertos dentro del ámbito temático y estético del Lejano Oeste.

Por último, Walter Hill fue la gran esperanza blanca del cine yanqui de los años setenta. Se dijo de él que podía ser el renovador del thriller y del cine de acción “con contenido”, y sus primeros títulos parecieron confirmarlo: Driver (1978), The Warriors. Los amos de la noche (1979) y Forajidos de leyenda (1980) nos presentaron un cine dotado de gran fuerza y capacidad narrativa. Sin embargo, La presa (Southern Confort) (1981), a pesar de no estar exenta de interés, no tuvo la repercusión crítica ni comercial prevista. Un único éxito posterior, Límite: 48 horas (1982), dentro del thriller “de opuestos”, no pudo evitar que, desde entonces, su carrera no se haya vuelto a enderezar, a pesar de algunos títulos de interés, como Cruce de caminos (1986), que pasó desapercibida a pesar de sus valores.

Pie de foto: Penélope Cruz, Javier Bardem y Scarlett Johansson en una escena de Vicky Cristina Barcelona, de Woody Allen.