Enrique Colmena

Hace tiempo que vengo manteniendo que, por razones que se me escapan, hay un plazo de tiempo de 16 años (a veces 17) entre cada gran película de ciencia ficción, desde los años cincuenta para acá, que es cuando se puede convenir en que el género alcanza su mayoría de edad. Ya sé que seguramente es una carambola, una de esas casualidades de la vida, pero lo cierto es, al menos hasta ahora, se viene cumpliendo con una exactitud digna de mejor causa.
Vayamos por partes (como decía el médico forense antes de empezar la autopsia…): corría 1951 cuando Robert Wise, interesante cineasta en cuya filmografía hay títulos como “Marcado por el odio”, “¡Quiero vivir!” y “West Side Story”, dirigió “Ultimátum a la Tierra” (en su original inglés “The day the Earth stood still”), en la que una nave extraterrestre aterrizaba en nuestro planeta para advertirnos de que nuestro tiempo se acababa, con Michael Rennie como convincente alienígena de rostro humano, en lo que se constituyó enseguida como la puesta de largo de la ciencia ficción, que no sólo intentaba entretener a la chiquillería (loable vocación, sin duda, pero que normalmente no va más allá de la función de mero canguro), sino que intentaba hablar de temas más trascendentes: fundamentalmente, sobre el cainismo del ser humano y su tendencia irrefrenable hacia el suicidio colectivo, tan frescas aún las barbaridades de todo tipo que se habían producido en la Segunda Guerra Mundial. Había en aquella cinta, tan sobria y escasa en efectos especiales, dado que en aquel tiempo esa faceta aún estaba en mantillas, un aliento humanista bellísimo: el extraterrestre de hierático rostro llegará hasta nuestro planeta, será herido por los lerdos de siempre y, a pesar de ello, planteará la disyuntiva: o el Hombre cambia, o su destrucción será el resultado de su obcecación.
Pues pasarían (qué casualidad…) 16 años hasta que entre 1967 y 68 (porque el rodaje, como es sabido, se prolongó “ad nauseam”, como era habitual en este cineasta) Stanley Kubrick dirigió la obra maestra de la ciencia ficción, “2001, una Odisea del Espacio”, con la que el genio neoyorquino daría un paso de gigante, definitivo, en la consideración del público sobre la ciencia ficción: con su filme Kubrick vistió de largo un género que, desde entonces, goza de la misma estima que cualquier otro, tiene su mismo rango. Y es que “2001…” son palabras mayores: de la mano del escritor del género Arthur C. Clarke, Kubrick esbozó lo más parecido a un poema cinematográfico teñido de pura filosofía, de búsqueda del fin último del Ser Humano, pero también de la esencia de Dios, en una película con tantos significados que los ríos de tinta que hizo correr fueron innúmeros. Contenía escenas inolvidables: el homínido descubriendo la capacidad de utilizar herramientas, o armas, las dos bazas que le harán ser humano, a la vez constructor y destructor; el hueso volante, que se convierte, en la elipsis más poética y a la vez más dilatada que jamás se haya filmado, en la elegante nave espacial que recorre el firmamento en los albores del siglo XXI; el ordenador HAL9000, que toma conciencia de su propio ser y empieza a actuar, ¡ay!, como los hombres; esa voz del ordenador cuando el capitán lo va desconectando, con el desolado retorno a la infancia del chip de silicio, un camino sin retorno hacia la nada; y ese final, prodigioso, abstracto a fuer de concreto, poliédrico en sus interpretaciones, que parece distinto en cada visionado… Si en “Ultimátum…” el tema era la búsqueda de la paz para la Humanidad, en “2001…” es nada menos que la búsqueda de Dios, quizá del Hombre.
Pasarán (¿cuántos?) 16 años otra vez hasta que la ciencia ficción explote de nuevo en un título fundamental, “Blade Runner”, dirigido en 1982 por Ridley Scott, sobre un relato del iniciático Philip K. Dick, un autor fundamental en la SF; aquel cuento cruel pero a la vez tan humano se titulaba nada menos que “¿Sueñan los androides con ovejas mecánicas?”, y está claro que con ese título no se podía hacer una mala película. “Blade…” no sólo no lo era, sino que suponía un nuevo escalón en la aportación de la ciencia ficción al pensamiento humano. Aquí, sobre una historia de anticipación que se ambienta en 2019, se plantea nada menos que la posibilidad del hombre de crear (no “ex nihilo”, pero todo no puede ser) otras vidas humanas, aunque también de sojuzgarlas: siempre latente, patente, la tentación de la esclavitud. Los replicantes, esos seres que parecen humanos pero que realmente son androides, se convierten en la mayor aportación del filme a la ciencia ficción y a la filosofía: ¿pueden sentir emociones? Teóricamente no, y ése es su talón de Aquiles que les descubre frente a los “corredores de la espada”, la policía especial a la que hace alusión el título original. Pero después sabremos que sí, y sabremos que la propia incertidumbre sobre la humanidad, o no, del protagonista, confiere a la historia un plus desalentado, como de fin de civilización, que tiñe esta historia de una amargura absoluta: el ser humano suplanta al Creador, y lo que encuentra es el vacío.
Otros 17 años tendrán que transcurrir para que la ciencia ficción pueda poner sobre la mesa otra película esencial: “Matrix”, dirigida en 1999 por Andy y Larry Wachowski, supondrá un hito en la concepción del género; como sus predecesoras, instaura toda una iconografía visual perfectamente reconocible, y la publicidad y el propio género beberán (no sé si decir indecorosamente…) de este nuevo venero. Aquí el tema es también de altura: nada menos que la posibilidad de que el mundo tal y como lo conocemos no sea sino un programa de ordenador, manejado por otros seres que interactúan con los supuestos seres humanos. Estamos por tanto de nuevo, aunque de forma parabólica, con una deificación, con la existencia de un ser superior, un dios (en este caso se podría decir con toda justicia un “deus ex machina”) que manipularía al ser humano que, a su vez, se revela contra el creador, en una suerte de mezcla entre el Hombre y Luzbel, aquel ángel que luchó contra Yahvé hasta convertirse en Lucifer, nada menos que el Portador de la Luz, según la etimología clásica… No hablaremos de las dos continuaciones de “Matrix”, pues es evidente que su aportación al género es muy inferior: quisieron ser más profundos y, como suele ocurrir en estos casos, terminaron no sabiendo qué es lo que querían decir. Pero eso no desmerece para nada el interés y el carácter seminal de la primera parte, un auténtico bastión de la SF seria.
¿Y ahora qué? Si contamos 16 años desde 1999, tocaría hacia 2015 el próximo filme fundamental dentro del género, si es que mi teoría se cumple. Mira que si resulta que, efectivamente, hacia esa fecha se hiciera otra película fundamental de ciencia ficción…