Enrique Colmena

Ha muerto Alfredo Landa, y ya están las letanías habituales: qué gran pérdida para el cine, bla, bla, bla. Vamos a ver, Landa se retiró totalmente de la interpretación en 2007, ahora hace seis años, así que su muerte no supone que perdamos nada en términos de posibles nuevas actuaciones. Lo que hizo, hecho está, y no había opción a más. Se puede hablar, con toda la razón del mundo, de la pérdida del ser humano, pero no del actor, al menos no del actor en activo.

Al margen de este excurso que me parecía pertinente (aunque habrá quien lo considere impertinente), lo cierto es que en la extraordinaria figura de Alfredo Landa conviven dos almas, que sin ser contrapuestas, lo cierto es que sí son contradictorias. Veamos: Landa se hizo popularísimo en 1970 a raíz del estrepitoso éxito comercial de la comedia No desearás al vecino del quinto, dirigida por Ramón “Tito” Fernández. A partir de ahí, y durante ocho años, Landa encadenó uno tras otro hasta hacer casi treinta filmes que podrían inscribirse en lo que la Historia del Cine conoce como landismo, o lo que es lo mismo, el fenómeno cinematográfico creado por una serie de películas, inevitablemente protagonizadas por Landa (aunque existe el landismo sin Landa, lo que es ya rizar el rizo), y que se puede considerar termina, como período ininterrumpido, con Historia de “S”, en 1979.

Por supuesto que, antes de No desearás... y compañeros mártires, Landa ya existía. De hecho, en la década anterior, la de los años sesenta, el cine español se benefició de algunas notables interpretaciones del actor navarro, desde la espléndida Atraco a las tres (José María Forqué, 1962) a la magistral El verdugo (Luis García Berlanga, 1963), si bien en este caso en un papel secundario; pero protagonista absoluto fue, junto a María José Alfonso, en La niña de luto (Manuel Summers, 1964), muy estimable aproximación a la España profunda de la época; lamentablemente durante la segunda mitad de la década de los sesenta Landa comienza a hacer algunas comedias que prefigurarían el fenómeno que eclosiona a principios de los setenta. Son comedietas de ínfima calidad, como Amor a la española (Fernando Merino, 1967) o Novios 68 (Pedro Lazaga), además de algunos filmes de rancia estirpe celtibérica, como Los guardiamarinas o ¿Qué hacemos con los hijos? (ambas de Pedro Lazaga, 1967).

En 1970 se estrena No desearás al vecino del quinto, y el rotundo éxito de público (que no de crítica) abrirá sin remedio una especialización en Landa en personajes que, aunque con distintos nombres y diversas circunstancias, siempre tenían las mismas características fundamentales: permanentemente salido, buscando siempre a la maciza de turno (a ser posible extranjera, y no digamos si era sueca…) para llevársela a la cama, aunque con frecuencia, como Carpanta con la comida, se quedaba sin mojar…; machista irredento, un tipo que anteponía el hombre a la mujer y que consideraba una mariconada la igualdad de sexos; conservador irredento, franquista sociológico, facha sin saberlo; culturalmente inane, despreciador del saber y del conocimiento.

Éste, no lo olvidemos, fue el arquetipo que, bajo diversos nombres y peculiaridades, creó el landismo. Visto con cierta perspectiva, aquel personaje no deja de ser parecido al creado por Santiago Segura para la saga de Torrente, aunque en este último los perfiles paródicos estén mucho más acentuados, y, por supuesto, el de Landa se tomaba en serio a sí mismo y sus  supuestas “virtudes”, mientras que Segura se mofa a modo de esos mismos defectos.

Para el landismo trabajaron directores muy diversos, si bien los más prolíficos fueron Mariano Ozores y Pedro Lazaga, aunque también fueron varios los títulos firmados por el propio “Tito” Fernández, Luis María Delgado y Fernando Merino. Incluso un exquisito como José Luis Sáenz de Heredia, autor de prestigio durante los años cuarenta y cincuenta, y cineasta de cámara del régimen, hizo su aportación al fenómeno con Solo ante el “streaking” (1974). El propio landismo tuvo su evolución, y lo que en los primeros años, por mor de la entonces aún dura censura, eran insinuaciones, frases de doble sentido y erotismo subterráneo, a partir de los nuevos vientos promovidos por el llamado Espíritu del 12 de Febrero, auspiciado por el presidente Arias Navarro y, sobre todo, por el entonces Ministro de Información y Turismo (equivalente al actual de Cultura), Pío Cabanillas, se fue haciendo más explícito, se veía más epidermis (mayormente femenina: el arquetipo landista seguía siendo igual de machista y retrógrado), y las escenas de cama empezaron a abundar, a la par que el cine español de la época aprovechaba aquellos nuevos recovecos que el tardofranquismo permitía.

El landismo se mantiene sin prácticamente interrupción desde 1970 hasta 1977, momento en el que Landa, reclamado por Juan Antonio Bardem, hace El puente, que podría considerarse el híbrido entre su fase landista y una nueva etapa en la que afrontó un cine más serio, más real, de mayor calidad. El personaje clásico del landismo, para pasmo de sus seguidores más acérrimos, tomaba conciencia de su clase a lo largo de la película y terminaba siendo un obrero comprometido con los suyos, nada menos…

Aún se mantendría el gran Alfredo unos años guadianescamente dentro de los esquemas del fenómeno que colaboró a crear, pero se puede cifrar en 1979 el año en el que Landa da el salto hacia un cine de mayor calidad; aún no abandonaría del todo episódicas apariciones con su personaje landista, pero su protagonista de Las verdes praderas (José Luis Garci, 1981) le presenta ya como un actor capaz de matices que el adormecimiento y la rutina del landismo no hacían suponer.

A partir de ahí, aunque de vez en cuando, durante el primer lustro de los años ochenta aún haría algún papel inscribible en el fenómeno que generó, Landa, con buen criterio, vira progresivamente hacia otros papeles, otro tipo de cine. Se suceden entonces los filmes notables: en El crack (José Luis Garci, 1981) y El crack II (José Luis Garci, 1983) compondrá un verosímil detective privado “con pasado”, a la manera del cine negro norteamericano pero razonablemente adaptado a las circunstancias hispanas; pero es en Los santos inocentes (Mario Camus, 1984) donde logra su cénit, un rudo y a la vez tierno personaje delibesiano que Alfredo borda, consiguiendo merecidamente el Premio al Mejor Actor (compartido con Paco Rabal, también eximio en su papel) en el Festival de Cannes. Se puede considerar ése el momento en el que el landismo ya no aparecerá más en la filmografía de Landa: no se puede ser a la vez comicastro y Laurence Olivier…

Vendrán entonces trabajos para directores de relumbrón: Berlanga (La vaquilla, 1985), Basilio Martín Patino (Los paraísos perdidos, 1985), José Luis Borau (Tata mía, 1986), Pedro Olea (Bandera negra, 1987), hasta llegar a otro de sus hitos, El bosque animado (José Luis Cuerda, 1987), que le permitirá ganar su primer Goya, con un personaje entrañable y espléndido. A partir de ahí su carrera ya abundará en títulos y directores de relieve, como El Quijote de Miguel de Cervantes, de Manuel Gutiérrez Aragón, serie televisiva de 1991 en la que interpreta a Sancho Panza, uno de los arquetipos universales españoles.

Rueda entonces para directores de prestigio: Luigi Comencini, en una nueva (y olvidable, es cierto) versión de Marcelino Pan y Vino (1991); José Luis Cuerda de nuevo, en La marrana (1992), que le proporcionará su segundo Premio Goya;  Gutiérrez Aragón otra vez, para quien hace El rey del río (1995).

A partir de entonces su carrera languidece un tanto, espaciando sus trabajos y sin volver a tener la enorme repercusión de los años ochenta. Hace alguna serie televisiva olvidable, y sus apariciones en pantalla grande no son relevantes; rueda varios filmes para Garci (con el que un último enfrentamiento personal empañaría una carrera intermitentemente conjunta que dio buenos títulos) y algunos otros que no serían significativos, antes de que, en 2007, anunciara su retirada tras hacer Luz de domingo, precisamente para Garci.

Hay, entonces, dos Landa, uno que hozó (porque comer hay que comer todos los días) en las cloacas de un fenómeno sociológico de baja estofa, el landismo, y otro que, previamente a ese lapso de tiempo, y sobre todo con posterioridad al mismo, pudo desplegar toda su inmensa sabiduría interpretativa. Hombre entero y cabal, lo que se dice un caballero, Alfredo jamás renegó de aquel período infausto (aunque le diera una gran popularidad, pero también un atroz encasillamiento), pero siempre dijo que era consciente de que había hecho buenas y malas películas, un eufemismo suave para no reivindicar aquella olvidable época.

Habrá que decir, no obstante, que visto con el tiempo el landismo tiene algunas insospechadas virtudes, que sin sacarlo del pozo del cine de ínfima calidad, al menos sí le descubre algún interés: entre esas virtudes mediopensionistas habría que resaltar, sobre todo, una cercanía a su momento sociológico que, lamentablemente, el cine español ha perdido hace mucho tiempo. Porque Vente a Alemania, Pepe (Pedro Lazaga, 1971) ponía en escena el fenómeno de la masiva emigración al extranjero que durante la década de los sesenta y en menor medida los setenta, tuvo lugar en España, en busca de nuevos horizontes laborales; por supuesto que el tratamiento era esperpéntico, que los mimbres (y el cesto…) eran infumables, pero se hablaba de algo que estaba en la calle, en la sociedad. En No firmes más letras, cielo (Pedro Lazaga, 1972), se hablaba del sobreendeudamiento de las familias, a raíz del fenómeno del desarrollismo que compelía al españolito de a pie a comprar, mediante la firma de innúmeras letras de cambio, casa, coche, televisor, lavadora y cualesquiera otros cachivaches de la modernidad. En Jenaro, el de los 14 (Mariano Ozores, 1974), el tema es el repentino enriquecimiento (y no precisamente de los pobres de Kombach…) de un palurdo, un infeliz que no se comía una rosca pero que, a partir de su riqueza inesperada, vía acierto en las quinielas, se verá agobiado por las mujeres; así se hablaba de un fenómeno que tuvo su mayor ejemplo en el caso de Gabino Moral, un catetillo que en 1968 ganó treinta millones de las antiguas pesetas.

Por supuesto, estas inesperadas virtudes a toro pasado no redimirán lo que no dejó de ser un cine ínfimo, pero no estaría de más que el cine español moderno, que desde luego actualmente es de muy superior calidad, tuviera en cuenta que tiene que hacer cine, también, para su pueblo, y con las cosas que a su pueblo le interesan, o le preocupan, o le fascinan, o le encandilan.

Alfredo Landa tiene entonces un lugar en la Historia del Cine Español por dos motivos: el primero, ciertamente no para tirar cohetes, como eje principal de un fenómeno, el landismo, al que se le puede catalogar sin ambages como subcine; el segundo, y ciertamente más relevante desde el punto de vista cultural, como creador de una serie de personajes inolvidables, creíbles, extraordinarios, a lo largo de una fecunda carrera que duró medio siglo.