Enrique Colmena

Este cincuentón nacido en Copenhague que atiende por Lars Von Trier (aunque el “Von” es postizo, añadido cuando era joven por sus colegas de la Escuela Danesa de Cine, en la que se graduó) es, con toda seguridad, el cineasta nacido en Dinamarca más interesante que ha dado aquel frío país desde la muerte de Carl-Theodor Dreyer. Trier es un cineasta atípico donde los haya, inventor de modos y modas, continuo “rabillo de lagartija”, como decimos en mi tierra, que tiene que estar constantemente buscando nuevas sendas en las que plasmar su volcánica, poliédrica capacidad creativa.
Se estrenó en cine en 1984, y lo hizo a lo grande, con “El elemento del crimen”, un filme que jugaba poderosamente con el virado de las imágenes, en tonos fundamentalmente amarillos que daban al universo postapocalíptico en el que se ambientaba un tono como de pesadilla. Aquella historia que combinaba aspectos del thriller tradicional con brillantes juegos formales le abriría el camino para ser uno de los cineastas europeos más respetados del último cuarto del siglo XX, aunque su siguiente filme, “Epidemic”, fue un fracaso absoluto, no llegando siquiera a estrenarse en España, a pesar de que su opera prima dejó aquí un excelente sabor de boca. Una sensación que sí renovó, y con largueza, su tercera película, “Europa”, rodada en 1991, una obra de corte mesmérico, con un inolvidable Max Von Sydow como hipnótico narrador, un filme ambientado en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, de corte entre fantástico y surreal, que impactó profundamente en los públicos ilustrados europeos de la época.
Durante los siguientes años se dedica a la televisión, con la serie “Riget”, y no es hasta 1996 cuando vuelve al cine, de nuevo cambiando de fondo y de forma: en “Rompiendo las olas” plantea una historia al límite: mujer de escaso horizonte vital casa con trabajador de una planta petrolífera, que sufre un gravísimo accidente que le deja tetrapléjico; la abnegación y la abyección serán las contradictorias fórmulas para recuperar a su amor. Extraña por tantos motivos, entre ellos el de apostar por el milagro religioso en una época como la nuestra, tan desacralizada, el filme presenta también la primera aportación a un movimiento, el Dogma 95, del que Von Trier será primer adalid (y me temo que primer embaucador), que preconiza, en diez mandamientos de hierro, un regreso al cine más puro, dejando de lado todo el artificio del cine, como si el cine no fuera esencialmente artificio y nada más. Fruto de ese movimiento (hoy felizmente olvidado) fue su “Los idiotas”, realmente idiotizante historia de un puñado de tarados que, en una línea cuasi dadaísta, conseguía la rara proeza de que la gente pagara por ver sus majaderías. En fin…
Pero Lars Von Trier no tiene un pelo de tonto, y mientras la habitual recua de descerebrados se lanzaba por esa senda que él había iniciado, el cineasta danés ya estaba en otra onda. “Bailar en la oscuridad”, su siguiente filme, puede considerarse sin error como su obra maestra, un durísimo melodrama en clave musical, con una mujer casi ciega que matará, y morirá, con tal de salvar a su hijo. Espléndida conceptualmente, emocionalmente intensísima, cinematográficamente rompedora, es una obra que colinda con la perfección, si no fuera porque en Lars aún quedaba un resto de la pamema del Dogma 95, y la cámara al hombro, con frecuencia, desluce la hermosa, tristísima historia de Selma, uno de los personajes emblemáticos del cine europeo de principios del presente siglo.
En 2003 Von Trier vuelve a dar un cambio diametral: el inventor de Dogma 95 y el cine puro sin artificio hace “Dogville”, que es justamente todo lo contrario: un escenario deliberadamente teatral, una ficción absoluta, una historia para no olvidar, la de una rica heredera que huye del mafioso de su padre y se oculta en un pueblo que primero la protege y después la sojuzga, humilla y viola. Esa misma nueva senda es de nuevo hollada por el cineasta de Copenhague en “Manderlay”, donde la chica millonetis habrá de enfrentarse, en otro pueblo teatralizado, a fantasmas tales como la capacidad del ser humano de ser (o no) libres.
Como ese venero ya parece tenerlo agotado, Von Trier cambia ahora otra vez de género y de tono con “El jefe de todo esto”, comedia en la que utiliza un sistema de filmación automático (de nuevo su preocupación por la forma en el cine), y cuyo contenido es pura sosa cáustica: no queda títere con cabeza en este pandemonio de empresarios, trabajadores, abogados y actores, un grupo de memos, hipócritas, veletas, coléricos, taimados, irresponsables, que hacen que le entren a uno ganas de borrarse de este club llamado, pomposamente, Humanidad…
Lars Von Trier, siempre rompiendo las reglas. Hay que reconocer que, aunque haya sido en ocasiones con mamarrachadas como el Dogma 95, este brillante aunque irregular cineasta ha conseguido repetidas veces remover las calmas aguas del cine, aportando ideas y haciendo que se planteen alternativas a ese cine estandarizado, monocromático y monotemático que parece consustancial a estos tiempos. No, si al final habrá que estarle agradecido y todo…