Enrique Colmena

La muerte en estos días (el 6 de abril de 2014, concretamente, a los 93 años de edad) de Mickey Rooney, ha puesto de nuevo de actualidad a este actor ciertamente olvidado, y, sobre todo, nos permite hablar de una figura, la del niño prodigio, que Rooney encarnó a la perfección, hasta el punto de poder considerarse, sin temor a equivocarse, como el ejemplo modélico de este fenómeno.

Lo cierto es que ser niño prodigio en el cine tiene evidentes ventajas: te permite desde pequeño convertirte en una figura por todos conocida; los halagos están a la orden del día, eres una referencia inevitable, todos los niños quieren ser como tú, y la economía de la familia, si no era muy boyante, se ve generalmente más que reforzada.

Pero también tiene sus riesgos, que hace, con más frecuencia de la deseable, que muy diversos nubarrones se ciernan sobre las vidas de esos niños prodigio. Vamos a repasar algunos de esos problemas (en ocasiones muy graves) que pueden asolar, y de hecho asuelan con habitualidad, a los niños prodigio.

La más corriente es la de ser una estrella cuando tienes quince años y no quererte nadie cuando cumples los treinta. Esta frase literal la dijo Mickey Rooney en un documental sobre su vida. Definía perfectamente el síndrome del niño prodigio cuando crece: si te pasa como Rooney, que creces físicamente tirando a regular (bajito, no precisamente agraciado…), el niño gracioso y redicho cuando se convierte en un adulto adusto pocas posibilidades tiene de reeditar sus éxitos infantiles. Fue el caso de Mickey: empezó a hacer cine a la tempranísima edad de seis años, cuando el cine aún era mudo, en 1926, con el cortometraje Not to be trust: a lo largo de los quince años siguientes rodó alrededor de ciento veinte títulos, entre cortos y largos, con un buen número de filmes relevantes: El sueño de una noche de verano, Forja de hombres, Huckleberry Finn, Los hijos de la farándula, El joven Edison.

A partir de ahí el número de títulos fue reduciéndose paulatinamente. Todavía hizo algunos filmes de gran brillantez, como Fuego de juventud, con otra niña prodigio, la extraordinaria Elizabeth Taylor, aunque ésta tuvo mejor suerte y su vida como artista adulta (con sus vaivenes) se puede considerar un éxito, como veremos más adelante. Pero desde mitad de los años cuarenta, quizá también por mor de los nuevos tiempos que la postguerra abría tras la victoria aliada contra los nazis, lo cierto es que la figura de Rooney, hasta entonces incuestionable, se fue difuminando, espaciando las películas para las que se le reclamaba, hasta confirmar el aserto del propio actor: cuando cumplió los treinta años no lo quería nadie.

Como tenemos la mala costumbre de comer todos los días, Mickey tomó todo lo que se le ofreció, que no era mucho ni de calidad; hizo también su show televisivo a mediados de los cincuenta, pero no por ello mejoró mucho su popularidad, sepultada tras el cuerpo rechoncho y sin carisma de un adulto que nada tenía que ver con su niñez y adolescencia de crío con desbordante gracejo y fácil empatía con el espectador. A lo largo del resto de su carrera intervino en algunos filmes relevantes, aunque casi siempre de forma episódica y en papeles extravagantes: véase Desayuno con diamantes, El corcel negro o La vida láctea, rodada en España.

Pues el caso de Rooney, el del niño prodigio al que la edad adulta acaba con su encanto, es bastante más habitual de lo que parece. Sin salir de Estados Unidos, fue el caso de Shirley Temple, la niñita que encandilaba a los USA (vale decir al resto del mundo occidental) durante los años treinta en películas manifiestamente prescindibles como La pequeña coronela, La simpática huerfanita o La mascota del regimiento, pero que llenaban las salas con sus pequeñas tonterías de niña zalamera. Cuando se hizo mujer tuvo algunos títulos de cierto interés, como El solterón y la menor, con el gran Cary Grant, e incluso hizo alguna incursión en el cine de género, como Fort Apache, de John Ford, pero pronto fue evidente que sus buenos tiempos habían pasado a la historia. Fue entonces cuando la niña prodigio, apartada del cine y la televisión, inició una carrera política que la llevaría a ser embajadora de Estados Unidos en destinos especialmente complejos como el de la Checoslovaquia de los años de la caída del Muro de Berlín. De cómo llegó de niña marisabidilla a embajadora habría que recordar el chiste (verídico, según cuentan) de aquel torero al que preguntaron como era posible que uno de sus banderilleros hubiera llegado a gobernador civil: degenerando, degenerando…

Hay otros muchos casos de niños prodigio que llegada la edad adulta no se comen una rosca; en España tenemos varios: el más paradigmático quizá sea del de Joselito, el niño canoro que encandiló a la España de los años cincuenta en filmes como El pequeño ruiseñor o El ruiseñor de la cumbres, para, a partir de mediados de los años sesenta, prácticamente desaparecer del mapa, con posteriores problemas de todo tipo, incluido el de consumo de sustancias narcóticas.

Ése es otro de los peligros de ser niño prodigio, que la fama se suba a la cabeza y cuando se llega a la edad adulta se haga ya con un amplio conocimiento (digno de mejor causa) de toda clase de drogas, desde el alcohol hasta la nieve que quema (vaya, la heroína), la coca o los estupefacientes sintéticos: de ese tipo hay varios casos más que conocidos, desde la Drew Barrymore que encandiló como la niñita encantadora de E.T. El extraterrestre, para después tener una adolescencia de politoxicómana como para olvidarla, a pesar de lo cual después ha conseguido volver, afortunadamente, a una situación de normalidad, hasta el Macaulay Culkin que se hizo mundialmente famoso con Solo en casa, para después entrar en un infierno de drogas, alcohol y problemas con la justicia, del que no parece haber terminado de salir. El caso de Judy Garland es especialmente llamativo: una de las grandes de Hollywood, espléndida cantante, formidable actriz, se reveló con bailables como Melodías de Broadway 1938, aunque su auténtico salto a la fama fue con El mago de Oz; ya adulta, una adicción al alcohol la fue envejeciendo prematuramente y, aunque aún consiguió algún gran éxito, como la sobresaliente segunda versión de Ha nacido una estrella, su luz se apagó antes de tiempo. También trágico fue el final de River Phoenix, actor infantil revelado en Cuenta conmigo, con una corta pero exitosa carrera cinematográfica, cuya vida se truncó precozmente a los 23 años por una sobredosis de droga.

Otro peligro que seguramente es inevitable, teniendo en cuenta cuán abyecto puede llegar a ser el hombre, es el de la pederastia; de éste, dado lo escabroso del asunto, no hay abundancia de datos públicos, si bien no hace mucho se destapó un caso que había tenido lugar hacía varias décadas: Corey Feldman y Corey Haim, ambos niños actores en Los goonies (1985), denunciaron en 2007 en un show televisivo haber sido objeto de abusos sexuales durante el rodaje del filme que les hizo famosos.

De qué forma afecta a la mente un tan repentino salto a la fama, cuando aún no se está formado ni física ni, desde luego, psicológicamente, es otro de los riesgos evidentes de ser un niño prodigio: Freddie Bartholomew, en los años treinta, protagonizó algunos éxitos del Hollywood de la época, desde David Copperfield a Capitanes intrépidos, pasando por El pequeño lord u Horizontes de gloria. Llegado a la edad adulta, el cine dejó de contar con él, y aquel niño de cara angelical fue olvidado por el mundo; la nostalgia por el querubín que fue, y que dejó de serlo cuando empezó a crecerle la barba, le conduciría a recluirse en su casa y eliminar todos los espejos de las paredes, para no ver reflejada en ellos la imagen del ser (un hombre corriente y moliente) en el que se había convertido, tan distinto de aquel que le dio fama y gloria.

Hablando de dinero, ése es otro de los problemas que suele acarrear llegar a la fama cuando se es niño: el caso más paradigmático es, sin duda, el de Jackie Coogan, el inolvidable coprotagonista (junto a Charles Chaplin, lógicamente) de El chico, que amasó una fortuna durante su infancia, la misma que dilapidaron sus padres dejándolo en la ruina; hasta tal punto llegó el escándalo que los legisladores norteamericanos promulgaron una ley, conocida como Ley Coogan, para proteger a los niños prodigio de la rapiña de sus progenitores.

Por supuesto, no todos los niños prodigio tienen estos problemas: otros muchos tienen en su edad adulta una carrera digna de tal nombre, y consiguen ser tan interesantes, o más, como mayores que como menores. Es el caso de la mentada Liz Taylor, deliciosa en su etapa infantil y juvenil, pero espléndida en su época adulta: Gigante, De repente, el último verano, Cleopatra, ¿Quién teme a Virginia Woolf?. Otros todavía están en un tiempo en el que podrían malograrse, aunque parece que están haciendo las cosas bien; es el caso de Elijah Wood, que gozó de cierto predicamento de niño, en filmes como Un muchacho llamado Norte o El buen hijo, para eclosionar de forma abrumadora, ya adolescente, en la trilogía de El Señor de los Anillos, hasta el punto de que seguramente pasará a la Historia del Cine por su personaje de Frodo Bolsón en esa extraordinaria saga.

En definitiva, como todo en esta vida, siempre hay un riesgo; por supuesto, el hecho de que éste exista no significa que, si llega la ocasión, no se plantee seriamente ser un niño prodigio: otra cosa sería ilusoria. El éxito, la fama, la popularidad siempre llenan. Es muy difícil sustraerse a esos narcóticos intangibles. Ha habido, hay y habrá niños prodigio, por mucho peligro que pueda tener esa condición. Quede constancia, de todas formas, de los riesgos de la cosa, por si había algún despistado por ahí…

Pie de foto: Mickey Rooney y Judy Garland, jóvenes y felices, en Los hijos de la farándula (1939), de Busby Berkeley