Enrique Colmena

La simultaneidad en cartelera de dos filmes (El último concierto y Los Juegos del Hambre: En llamas) interpretados por el actor neyorquino Philip Seymour Hoffman, nos permite (qué bien vienen estos pretextos para hablar de algo…) glosar la figura de este intérprete que, ciertamente, no encaja en los cánones del arquetipo del galán, ni seguramente le hace falta para nada.

Gordezuelo, de aspecto no precisamente sexy, pero por el contrario dotado de una rara capacidad camaleónica, no tanto exterior como, sobre todo, interior, Hoffman ha conseguido el estatus de imprescindible actor de reparto para cualquier proyecto de interés que, sin evidentemente renunciar a la taquilla (cualquier otra cosa en la industria cinematográfica USA sería suicida), pretenda ofrecer un cine adulto, de corte intelectual o, al menos, que busque temas no exclusivamente comerciales.

El joven Philip Seymour, nacido en 1967 (tiene, por tanto, cuando se escriben estas líneas en torno a 46 años), comenzó en cine en la serie televisiva Ley y orden, que en España se vio aunque no tuvo demasiado éxito. Su primer papel en cine, en Esencia de mujer (1992), el remake que Martin Brest hizo de Perfume de mujer, con Al Pacino en el lugar de Vittorio Gassman, fue el del compañero gamberrete de Chris O’Donnell, quien hacía de lazarillo del protagonista. Aunque la carrera de Hoffman ha sido, y sigue siendo, de fondo, está claro que ya allí demostró que era un actor a tener muy en cuenta.

A este primer trabajo en pantalla grande siguieron otros que fueron, poco a poco, cimentando su fama de actor sólido, con recursos y con gran capacidad para interiorizar los personajes y, de alguna forma, ser estos, con ser tan difícil tal cosa. En 1994, en Ni un pelo de tonto, a las órdenes de Robert Benton, tuvo que vérselas, interpretativamente hablando, con uno de sus ídolos, Paul Newman, y aunque ciertamente la veteranía y el carisma del inolvidable protagonista de Dulce pájaro de juventud resultaban evidentes, las facultades de aquel jovenzuelo tripón también llamaron poderosamente la atención.

En 1996 PSH forma parte del reparto del éxito comercial del año, Twister, como uno de los componentes del equipo que busca analizar los tornados desde la posición más cercana posible (o sea, tratándose de cine, tiene que ser desde dentro…). En el 97 da otro cambio en sus personajes y, a las órdenes de Paul Thomas Anderson, en Boogie Nights (libremente inspirada en la vida de John Holmes, aquel actor del cine porno de prodigiosas aptitudes para el género…), será uno de los componentes de la troupe que filmaba películas hardcore como salchichas (uy, perdón, quizá no sea la expresión más adecuada, dado el tema; diremos como rosquillas; bueno, me parece que lo estoy empeorando…).

Con los hermanos Coen colabora en 1998 en la mítica El gran Lebowski, aunque, cosa extraña, no se convierte en uno de sus actores fetiche, como sí ha ocurrido con otros como Steve Buscemi, John Turturro, George Clooney o Frances McDormand (en este último caso debe influir también, digo yo, el hecho de que la estupenda Frances es la mujer de Joel: así, todo queda en casa…). Ese mismo año rueda para el friki (pero tan interesante) Todd Solondz uno de sus personajes más complicados, en Happiness, quizá la mejor película de su director, atravesada de esas perversiones o parafilias esquinadas tan habituales en la obra de este cineasta.

El siglo lo termina Hoffman de nuevo a las órdenes de Paul Thomas Anderson, para quien hace uno de los estimulantes personajes de su película más coral, Magnolia, espléndido friso de la sociedad norteamericana contemporánea. Ese mismo año de 1999 también interviene en El talento de Mr. Ripley, la nueva versión de la higsmithiana A pleno sol que Anthony Minghella destrozó, a pesar de lo cual, como siempre, nuestro hombre flotó como el corcho y su trabajo fue de lo más celebrado de aquel fracaso.

A partir de la entrada en el siglo XXI, los éxitos de Hoffman se repiten con frecuencia. Trabaja para el gran David Mamet en la deliciosa comedia State and Main, sobre los entresijos del cine; después, entre otras películas, lo hará de nuevo para Paul Thomas Anderson en Embriagado de amor, aunque esta vez no revalida el hit comercial de los anteriores filmes del cineasta; en Cold Mountain, en 2003 y de nuevo a las órdenes de Anthony Minghella, se pone por primera vez los hábitos talares para interpretar a un cura, en este caso facción tirando a fanático.

En 2005 consigue su primer papel protagonista, y qué protagonista: interpreta al autor de la novela A sangre fría en Truman Capote, a las órdenes de Bennett Miller, componiendo un personaje inolvidable: es posible que Capote no fuera así, pero así será recordado, a la manera en la que Gertrude Stein, hoy, es la pintura de Picasso de la que la retratada renegó. Su espléndida interpretación fue reconocida, tan merecidamente, con el Oscar al Mejor Actor Protagonista.

Cambiando totalmente de registro, un año después hace el villano de Mission: Impossible III, un tipo realmente canallesco, uno de los mejores malos (valga la contradicción) que uno recuerda se hayan hecho en lo que llevamos de siglo. De ahí pasa, en Antes que el diablo sepa que has muerto, a las órdenes del gran Sidney Lumet, a interpretar otro personaje complejo, un ejecutivo heroinómano que da en atracar la joyería de sus padres para llevárselo calentito. Para 2008 reserva otro papel con sotana, en La duda, con John Patrick Shanley a los mandos, una historia escabrosa, de una ambigüedad extrema, que el estupendo Philip Seymour resuelve a base de talento.

En este repaso no exhaustivo que estamos haciendo de la filmografía de PSH llegamos a 2011, cuando interpreta al jefe de campaña de un candidato a las primarias presidenciales en USA, aquí bajo la dirección de George Clooney, en Los Idus de Marzo, una de esas generalmente interesantes películas que el actor dirige de vez en cuando.

El mismo año será un entrenador relegado en Moneyball: Rompiendo las reglas, de nuevo con dirección de Bennett Miller, en un papel radicalmente distinto del interpretado para él en Truman Capote, un personaje de teórico poco calado, pero que PSH hace grande; de hecho, se come con papas a la estrella Brad Pitt; claro que eso era previsible…

2012 es el año en el que compone dos personajes muy distintos: en The master, para su querido Paul Thomas Anderson, interpreta el que parece un trasunto de L. Ron Hubbard, el creador de la Iglesia de la Cienciología, nada menos, y en El último concierto, para Yaron Zilberman, será un violinista cuyo ego compite en tamaño con su barriga; en ambos casos, con cometidos tan diversos, estará estupendo, lo que no es nada nuevo, desde luego.

Los Juegos del Hambre: En llamas confirma su talento poliédrico: aquí será el nuevo jefe de Seguridad de Panem, el estado dictatorial de la distopía imaginada (con muchas ayudas, es cierto) por la escritora Suzanne Collins, ahora bajo la batuta de Francis Lawrence. De nuevo un duro, aunque ahora con sorpresa…

Philips Seymour Hoffman ha sido, en la gran pantalla, cura, villano, científico, gamberro, asesino, gay, músico, visionario, fanático. Ha sido incluso gris hombre de la calle. Y lo sorprendente es que, en todos esos papeles, y cualesquiera otros que haya interpretado, siempre hemos visto al personaje y no al actor: PSH tiene una rara capacidad para hacernos creer que él es el personaje que interpreta, y lo que es aún mas interesante, que no habría otro mejor para hacerlo.

Todos los cines, también el yanqui, está trufado de grandes actores característicos, de esos que con cierto menosprecio se suelen denominar “actores de reparto”, pero que en realidad son los que soportan, con sus tablas, con su talento, con su facultad para hacer (bien) cualquier personaje, todo el entramado cinematográfico que, supuestamente, gravita en torno a protagonistas y antagonistas. PSH es uno de ellos, probablemente el más grande de su generación, la que nació en los años sesenta. Cada nueva película que nos llega con su nombre en el cartel nos asegura una nueva sorpresa, una nueva personalidad subyugante, da igual cuál sea su corte, su porte, su norte.

Eso sí, si Philip Seymour Hoffman tenía alguna intención de ser una estrella, aparte de que por su físico no lo podría conseguir, tampoco lo haría por su nombre: vamos a ver, alma de cántaro, ¿desde cuando las estrellas tienen, entre nombres y apellidos, hasta tres palabras? ¿Se imagina alguien, por ejemplo, que hubieran podido triunfar estrellas con nombres como Cary Steven Grant, o Marilyn Sharon Monroe, o Humprey Robert Bogart, o James Thomas Dean? No hubieran llegado a nada…

En el fondo da igual: al fin y al cabo los grandes actores característicos nunca han triunfado como protagonistas, salvo raras excepciones. Así que, PSH, quédate con tu nombre trinominal, que, además, a estas alturas, ya nos ibas a descuadrar si te lo cambiaras…