Enrique Colmena

Se cumplieron las mejoras expectativas posibles, y el gran Clint Eastwood se llevó de calle los Oscar más importantes de la 77ª edición de los Premios de la Academia, incluyendo Mejor Película, Director, Actriz Principal y Actor de Reparto. La verdad es que hubiera sido un craso error que "El aviador" (que se llevó cinco estatuillas, pero de las consideradas "de pedrea") le hubiera mojado la oreja al cineasta de San Francisco, y no porque Martin Scorsese no se merezca un Oscar, sino varios: pero mientras Marty siga la senda de la brillantez vacía, como en el biopic de Howard Hughes, en vez de hacer Cine, con mayúsculas, como nos regaló en "Taxi driver", "Toro salvaje", "Uno de los nuestros" o "La edad de la inocencia", mejor que se quede sin premio.
Y lo cierto es que la vida y, sobre todo, la obra de Clint Eastwood no parecía estar encaminada a estos altos logros que viene consiguiendo, una vez tras otra, desde hace ya bastantes años. Su primera etapa como protagonista de seriales televisivos en los años cincuenta y primeros sesenta lo revelaron como un actor hierático, escasamente dúctil (con el tiempo ésa ha llegado a ser una singular cualidad, haciendo de la necesidad virtud) y encasillado en westerns catódicos de serie B. Sergio Leone, en Europa, ya a mediados de los sesenta, lo lanzó al estrellato, al tiempo que inventó el "spaghetti-western", en películas como "Por un puñado de dólares" o "La muerte tenía un precio". Ya de vuelta a Estados Unidos, Clint protagoniza un sonado "thriller", "Harry el Sucio", en el que encarnará a un policía de escasos escrúpulos que le valió la repulsa de la crítica progre de la época, más interesada en seguir las consignas de Mao que en Wyatt Earp. Esa injusta fama de filofascista (como si el personaje fuera la persona que lo interpretara) le perseguirá hasta bien entrados los años ochenta. Mientras tanto, Eastwood había también empezado a dirigir, debutando con un extraño thriller, "Escalofrío en la noche", que debió alertar (pero no lo hizo) a la crítica cegata de la época de que allí había algo más que un facha redomado sediento de partir caras.
Pero no sería hasta mediados de los ochenta, con "El jinete pálido", cuando los que nos dedicamos a esto de comentar la obra de la gente del cine nos dimos cuenta de que Clint estaba creciendo, y de qué forma: nos encontramos ante un hermoso homenaje al "spaghetti-western", pero también al cine del Oeste más clásico (ese tributo tan sentido a "Raíces profundas", el inolvidable "Shane" en su título original). A partir de entonces, Clint nos va dando muestras de un talento multiforme: rueda un musical tristísimo pero bellísimo, "Bird", turbulenta biografía del músico de jazz Charlie Parker, lo mismo que una sentida historia de aventuras, "Cazador blanco, corazón negro", siguiendo la senda de John Huston, pasando por un regreso al western con todas sus consecuencias en "Sin perdón", que le valió sus primeros Oscar a la Mejor Película y a la Mejor Dirección. En los años noventa se suceden los éxitos de crítica (y en menor medida de público): "Un mundo perfecto" lo muestra como un sensible conocedor del complejo mundo de las relaciones entre adultos y niños; en el otro extremo del universo de los sentimientos, en "Los puentes de Madison" demuestra una extraordinaria capacidad para el relato romántico con dos seres de escaso atractivo físico; el "thriller" político tendrá su sitio en su filmografía como director en "Poder absoluto", donde fustiga a modo a la corrupta clase política; en "Medianoche en el jardín del Bien y del Mal" traza un peculiarísimo melodrama judicial y (curiosamente en él, siempre tachado de facha) filogay, o al menos muy tolerante con la homosexualidad y la libertad de cada individuo para amar a quien y como quiera; con "Ejecución inminente" se posiciona abiertamente contra la pena de muerte; en "Space cowboys" ensaya con éxito la comedia de vejestorios, para recuperar el tono denso con "Deuda de sangre"; su penúltima película, "Mystic River", es un "thriller" entreverado de melodrama, riquísimo en matices, de una complejidad y una sagacidad asombrosas. De "Million Dollar Baby" está casi todo dicho (véase, a este respecto, nuestra crítica en CRITICALIA), pero baste decir que no se ha visto en los últimos tiempos una hondura tan intensa en los sentimientos como en este melodrama boxístico cuyo último tercio supone un hito en el cine moderno.
He aquí al que posiblemente sea el último clásico vivo, un cineasta que rueda como hace cincuenta años, con ese mismo estilo, en el que la cámara sólo tiene un lugar donde ser colocada, a la altura de los ojos de los personajes; jamás verán en Eastwood un contrapicado, ni un plano que no se ajuste a lo que los maestros de los años cuarenta y cincuenta (Howard Hawks, John Ford, Alfred Hitchcock) nos enseñaron. La mención a Hawks no es en absoluto ociosa: no hay en el panorama moderno nadie como Eastwood que pudiera reclamarse heredero del genio de "La fiera de mi niña", "Luna nueva", "Bola de fuego", "Río Rojo", "El sueño eterno", "Me siento rejuvenecer" o "Los caballeros las prefieren rubias". Como Hawks, Clint se maneja prácticamente en todos los géneros, y todos los hace bien.
Ojalá que los genes de mamá Eastwood (96 esplendorosos años sentados en el patio de butacas en la ceremonia de los Oscar) permita al ya no tan pequeño Clint seguir dándonos este buen cine durante muchos años. Será en nuestro beneficio...