Enrique Colmena

Allá en 1970 un jovenzuelo de origen italiano, Sylvester Stallone, que pugnaba por hacerse un sitio dentro del proceloso mundo del cine, no tuvo muchos tapujos en prestar sus carnes morenas para protagonizar un porno, y no precisamente "de luxe", sino más bien cutre; "The party at Kitty and Stud's" fue su título primitivo en aquel comienzo de década, aunque años más tarde fuera rebautizado como "The italian stallion" (jugando algo groseramente con el apellido Stallone y el sustantivo "stallion", que sería corcel o, más libidinosamente, semental), tras alcanzar el actorzuelo una fama increíble con dos series que le convertirían, en las décadas de los setenta y los ochenta, en uno de los astros más cotizados del cine yanqui. La primera de estas series, y con toda seguridad la más importante, no sólo porque le dio a conocer sino porque, seguramente, será por la que pase a la posteridad, se inició con "Rocky", y se prolongó hasta cuatro capítulos más, aunque es cierto que fueron progresivamente descendentes. Pero la saga que le afianzó como uno de los iconos de los ochenta fue la de "Rambo", en tres entregas en las que el hipermusculado ítaloamericano se convirtió en la plasmación en cine de la doctrina de la era Reagan. No sería injusto reconocer cierto mérito en la primera de las entregas, "Acorralado", mayormente por el brío narrativo del director Ted Kotchef y por tocar un tema lacerante, el de los soldados veteranos de Vietnam y la forma no precisamente amigable en la que parte de su pueblo los recibió, aunque es cierto que el filme era bastante maniqueo. Pero esas escasas virtudes se perdían en los dos segmentos posteriores, el propiamente titulado "Rambo" y Rambo III", donde el delirio ya campaba por sus respetos, y además con una escasísima capacidad para entretener, lo que no deja de ser el colmo en productos de evasión como éstos.
Pero cuando, agotados ambos veneros, Stallone intentó en los noventa reciclarse en actor de comedia en títulos como "Oscar" (bostezante versión de un viejo éxito francés de, ahí es nada, Louis de Funes) o "Alto, o mi madre dispara" (donde compartía protagonismo con la vieja más vieja de la serie "Las chicas de oro"), demostró con creces que la esfinge de Gizeh era mucho más expresiva que él... Volvió entonces a los héroes duros de pelar, en títulos que cada vez alcanzaban menos repercusión en taquilla: "Demolition Man", "El especialista", "Juez Dredd", "Asesinos"..., hasta incluso proponerse hacer un cine que mereciera tal nombre en "CopLand", aunque de nuevo confirmó sus nulas facultades actorales, y además no tuvo suerte con el director, el mediocre James Mangold.
Así que ahora vuelve a la carga, con más arrugas que un traje de Adolfo Domínguez, en "Driven", una variante de "Rocky", sólo que ahora va de pigmalión de jovencito y en vez de mamporros con guantes de diez onzas, se parten la cara a bordo de coches de Fórmula 1. Pero la confluencia de las torpes maneras del director Renny Harlin y el hieratismo de Stallone consigue la rara proeza de que, siendo una película de entretenimiento, no entretenga en absoluto. Y es que, desde aquellas primeras y tórridas escenas en las que el jovencito espagueti mostraba sus encantos en el porno de marras, hasta esta última demostración de su nulidad interpretativa, el itinerario de Stallone no parece que haya mejorado mucho: si fuera Groucho diría que ha pasado de la nada a la más absoluta miseria; como es Sly, se conformará con decir que ha pasado de fogoso semental a caballo viejo...