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Cuando en 1927 se estrenó The jazz singer, la primera película sonora de la Historia, pronto se vio que el cine mudo tenía los días contados; la industria viró masivamente hacia el cine sonoro y, aunque todavía se producirían bastantes films mudos, estos fueron reduciéndose progresivamente hasta desaparecer en pocos años. Sin embargo, Charles Chaplin, que gozaba ya de una inmensa popularidad mundial, decidió continuar haciendo cine mudo, considerando que su arquetipo del vagabundo del bombín, el bigotillo, los zapatones y el bastón, era un personaje esencialmente mudo, que esa incapacidad para expresarse oralmente era tan consustancial al rol como la estrafalaria indumentaria que había acrisolado desde los cortometrajes de los años diez del siglo XX hasta los largometrajes de los años veinte.

Así que, aunque el sonoro ya era una realidad, él hizo sin sonido El circo (1928), cosa relativamente lógica dado que el nuevo sistema acababa de llegar. Sin embargo, cuando rueda, en 1931, su siguiente película, la magnífica Luces de la ciudad, los personajes siguen sin hablar en pantalla, aunque utiliza música por primera vez en la propia cinta; en concreto, la famosa melodía de La violetera, del maestro Padilla. Su película posterior, Tiempos modernos, rodada ya en 1936, casi diez años después de que llegara el cine sonoro, mantendrá en buena parte las características del cine mudo, aunque permite ciertos sonidos incidentales que convirtieron el film en un híbrido entre el mudo y el sonoro.

Pero cuando en 1940 Chaplin acomete el rodaje de El gran dictador, es evidente que ya no es posible mantener la fórmula del cine mudo y cuanto ello conlleva. Para ello, y aunque Chaplin no incluye a su personaje clásico, el vagabundo Charlot, lo cierto es que su protagonista se podría considerar un primo muy cercano de este, por sus características, indumentaria y forma de actuar, haciéndolo ser un barbero judío de Varsovia, con problemas de amnesia selectiva por una vieja herida de la Primera Guerra Mundial (entonces solo Gran Guerra). Aunque Chaplin aquí se desdobla también en el personaje del dictador de Tomania (trasunto, lógicamente, de la Alemania nazi), Hynkel, confiere a este también una capacidad para el humor del que, ciertamente, carecía el original Hitler, como era evidente.

Filmada cuando aún no se sabía a ciencia cierta el grado de maldad, de insania, al que llegaría el Tercer Reich, El gran dictador es, además de un prodigio de comicidad, todo un canto humanista al Hombre y a su capacidad para hacer el bien. Se suceden las escenas espléndidas en concepción y plasmación, como la inicial en el campo de combate en la Gran Guerra, o las que acontecen en el gueto de Varsovia; aunque las que mejor ejemplifican la capacidad humorística de Chaplin son, qué duda cabe, las que parodian, satirizan, se burlan de la estupidez fascista de los dictadores, con sus aparatosas puestas en escena, sus ínfulas arrogantes, su desprecio hacia el diferente.

Es justamente famoso el “speech” final del barbero inopinadamente confundido con el dictador, un discurso de gran emotividad que podría ser perfectamente una declaración de intenciones que haría que este mundo fuera bastante mejor de lo que es.

Alguna leve caída en el ritmo narrativo hace que la película no sea la obra maestra que apunta a ser, y que tanto nos gustaría que fuera. Pero nunca un film que no termina de ser redondo fue tan sensiblemente humanista, tan profundamente divertido, tan formidablemente cáustico.

Chaplin está espléndido en sus dos personajes, tan antitéticos; del resto nos quedamos con Paulette Goddard, su musa de la época, que ejemplificaba perfectamente el tipo de mujer chapliniana, bella, rebelde, animosa, una luchadora, en contra del tipo femenino habitual en el cine de la época, que apostaba más por la mujer pasiva y romántica.



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125'

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El gran dictador - by , Apr 23, 2019
4 / 5 stars
Contra la estupidez fascista