Pelicula:


La quinta parte de la saga iniciada en 1988 por John McTiernan con La jungla de cristal lleva camino de convertirse en una de esas franquicias que recorren la vida de un actor desde su juventud hasta su vejez. De hecho, cuando Bruce Willis interpretó por primera vez al detective John McClane tenía 33 años, como dirían nuestros mayores, “en la flor de la vida”, y ahora está ya en los 57, cuando lo que se tiene en el pensamiento es más bien la jubilación y tranquilas jornadas de sopita y buen vino. Hay otras sagas que han visto esa misma trayectoria, aunque sea con distintas perspectivas; por ejemplo, la boxística, con un Sylvester Stallone que cuando hizo Rocky tenía 30 años y daba perfectamente el papel de boxeador aún en auge, y que en el último (cuando se escriben estas líneas), Rocky Balboa, tenía 61 años, y era ya una piltrafa humana. En un sentido diametralmente opuesto, y muy superior, François Truffaut siguió a Jean-Pierre Léaud desde que tenía 14 años y era un adolescente conflictivo en Los cuatrocientos golpes hasta el joven treintañero de El amor en fuga.

Pero no nos dispersemos: La jungla: Un buen día para morir nos presenta de nuevo a un John McClane renqueante por la edad, como en el anterior segmento, La Jungla 4.0, esta vez con un doble escenario, uno físico, Moscú, y otro emocional, el reencuentro con su hijo, al que cree descarriado y metido en algún fregado chungo, para descubrir que ese vástago resulta ser un agente de la CIA metido en un embrollo aún más gordo.

Toda la serie de La jungla se caracteriza, como es obvio, por una notable violencia, que ha ido creciendo capítulo a capítulo, como no puede ser de otra forma en este tipo de franquicias, donde se espera que cada nueva entrega rice el rizo con respecto a la anterior. Goebbels, aquel cabrón con cruz gamada al pecho, propuso la palabra “coventrizar” para definir la destrucción masiva de una ciudad, al socaire del brutal bombardeo a la que su fuerza aérea, la Luftwaffe, perpetró durante la Segunda Guerra Mundial contra Coventry, la pujante ciudad industrial inglesa, reduciéndola prácticamente a cenizas. Pues habría que hablar de un Moscú coventrizado, porque la producción de esta película hace literalmente polvo (con la inestimable ayuda de los chicos de los efectos visuales y, sobre todo, digitales) la capital rusa, en un alarde técnico que va encaminado, obviamente, a promover descargas de adrenalina en el espectador, que es lo que se busca, pero que quizá también tenga algo que ver con una venganza (a destiempo, lo sé: ya se sabe lo que se dice de ese tan humano sentimiento y de los platos fríos…) que los Estados Unidos, por mano de su industria cinematográfica, se toma contra la antigua URSS y las décadas de Guerra Fría que la vieja y fallida utopía del idealista Lenin y el felón Stalin provocaron en el mundo.

Sea como fuere, lo cierto es que la doble condición del filme, la resolución, mediante escenas cuanto más aparatosas mejor, del conflicto a resolver (para la ocasión evitar que un enorme cargamento de uranio enriquecido llegue a las manos equivocadas), y el reencuentro del padre que olvidó al hijo en la niñez y lo redescubre con más musculitos que Schwarzenegger, está dada con la abrumadora eficacia técnica que conocemos en el cine USA, si bien en este caso tanto fuego de artificio, tanta destrucción masiva (aunque sea en el disco del ordenador), tanta parafernalia aturdidora, llega a actuar en sentido contrario: será que el cuerpo humano no da para segregar tanta adrenalina de forma tan continuada, porque hay un momento en que tanta explosión, tanto ruido infernal, tantos dobles haciendo horas extras, termina por cansar. En cuanto a la vía del (leve) conflicto generacional, enseguida vemos que padre e hijo terminarán a partir un piñón, y ganas entran de cantar, como los espectadores en los combates de boxeo con sombra de tongo, aquello de “¡qué se besen, qué se besen…!”.

El quinto capítulo de la saga prefigura un futuro incierto. Además, en taquilla en Estados Unidos no está yendo demasiado bien, con lo que podemos estar al final de la franquicia. Lo cierto es que Willis ya está demasiado mayor para seguir haciendo como que es el atleta que nunca fue, ni siquiera cuando era un treintañero; su sucesión, tal vez por el rostro hierático (aunque ciertamente hipnótico) del australiano Jai Courtney, que aquí hace de su hijo, se antoja problemática: el de la tierra de los canguros tiene cierta capacidad de seducción para la cámara, pero ciertamente carece del carisma y del cinismo del viejo Bruce, y cuando abre la boca mejor que la cierre.

John Moore, el director, es perito en filmes de acción inanes: Tras la línea enemiga y Max Payne, entre otros, así lo confirman; este nuevo envite tampoco lo sacará de ese saco no precisamente brillante.



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97'

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La Jungla: Un buen día para morir - by , Feb 24, 2013
1 / 5 stars
Moscú coventrizado