Enrique Colmena

La ceremonia de entrega de los Premios Goya, que llegaba al cuarto de siglo, discurrió por los cauces habituales, pero también tuvo cosas novedosas.

Entre lo habitual estuvo la cansina cantaleta, plúmbea a fuer de repetitiva, de los agradecimientos de los premiados, jartibles, como decimos en mi tierra, en un vocablo que no está en el DRAE pero merecería estarlo.

Algo habría que hacer para que los premiados no se eternizaran sobre el escenario dando las gracias, desde los inevitables padres, hijos y cónyuges hasta el quiosquero de la esquina, si se tercia. Hace algunos años se instauró la medida de retirar el micrófono (y su funcionamiento) al pasar un tiempo prudencial, y lo cierto es que no estaría de más retomar aquella norma, más que nada para que la gala no se convierta en una insufrible retahíla de agradecimientos, sonrisas profidén, llantos y mocos varios.

Entre lo habitual también estuvo el buen hacer de Buenafuente en la presentación de la gala, si bien es cierto que este año parece que el listón ha bajado con respecto al anterior. De todas formas, consiguió mantener el interés del respetable, tanto del que estaba sentado en la sala, con sus mejores galas, como de los que, en pantuflas y batín, lo seguíamos desde nuestras casas.

Entre lo novedoso estuvo el discurso del (entonces todavía) presidente de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de España, Álex de la Iglesia, quien, lejos de condolerse como sus antecesores por la piratería audiovisual, apostó, en un texto valiente y de alguna forma visionario, por considerar a Internet no como el enemigo sino como el aliado, no como el futuro sino como el presente, y abogó por fórmulas de entendimiento que permitieran nuevas formas de explotación del negocio audiovisual, aprovechando las nuevas tecnologías.

Está claro que no es fácil cambiar de opinión de la noche a la mañana sobre un tema tan controvertido como este, como atestiguaron los rostros de la ministra Sinde (que puso su mejor cara de póquer) y de la vicepresidenta de la Academia, Icíar Bollaín, probablemente pilladas a contrapié. Pero lo cierto es que De la Iglesia hablaba con coraje sobre algo que la industria cinematográfica, en España pero también en otros países, ha de plantearse muy seriamente: el modelo de exhibición cinematográfico, tal y como está concebido actualmente, con explotación de las películas a través de salas de cine “ad hoc” y venta de deuvedés, está llamado a desaparecer; of course, la solución no es la selva en la que en algunos países se trafica sin rubor con el material audiovisual sin pagar un céntimo a sus creadores, pero tampoco por la represión a ultranza de esa fórmula de disfrute de los contenidos audiovisuales.

Se trata de hallar un camino intermedio, razonable y razonado, en el que los espectadores puedan ver, con garantías de calidad y seguridad, buen cine en sus casas, ante las pantallas de los ordenadores o de sus televisores, cada vez más grandes y con mayores prestaciones. Eso tiene un coste, por supuesto, pero no será, no deberá ser, el escandaloso que actualmente tiene la asistencia a una película en cualesquiera salas de cine de España.

Porque no tiene sentido que el cine siga costando en las grandes capitales españoles en torno a diez euros por cabeza, mientras esa misma película se puede descargar gratis en cualquier servidor de Internet. Entre diez euros y cero euros hay un amplísimo abanico, y hay fórmulas para facilitar que el público vea cine en el cine; por ejemplo, bajar el precio de las entradas, que ahora cuesta como el caviar del Volga.

Lo que no parece lógico es poner puertas al campo e intentar, cual Quijote del siglo XXI, alancear a los molinos de viento como si fueran gigantes; lo son, pero virtuales, cibernéticos, y aquéllos que no entiendan que su tiempo se ha acabado, o se está acabando, y que hay que metamorfosearse para buscar nuevas fórmulas de explotación del negocio, están llamados a desaparecer.

En  cuanto a la ganadora absoluta, Pa negre, su victoria abrumadora se puede considerar justa, un drama sobre la dura postguerra española que no cae en los clichés del cine “de tazón” tan habitual en la descripción de este oscuro período de nuestra historia. Lo que sí resultó descorazonador fue el desconocimiento casi total por parte de los presentadores no catalanohablantes de una mínima noción de la pronunciación de la bella lengua de Verdaguer; y es que la constante fue la repetición “ad nauseam” de la pronunciación Pa negre (sin abrir la “e” final de negre, como es la forma correcta de hacerlo), a pesar de que Buenafuente, previamente, había pronunciado en su lengua vernácula varias veces el título. Sólo Javier Bardem, en el último Goya, el de Mejor Película, salvó la honrilla de los no catalanohablantes pronunciando adecuadamente esa “e” final. Tampoco era tan difícil, no costaba tanto hacerlo bien. Nadie dice a estas alturas Jon Baine, sino Yon Güein, ni Charles De Gaulle sino Charls De Gol. Entonces, ¿por qué no aprendemos los rudimentos de pronunciación de las lenguas españolas que no son el español?