Enrique Colmena

Corren en España tiempos de crisis galopante, hay cambios estructurales de gran calado que jamás hubiéramos imaginado, y seguramente habrá otros muchos más; nuestra vida nunca volverá a ser como en la época de las vacas gordas, entre principios del siglo XXI y el verano de 2007, cuando las primeras nubes negras auguraron un porvenir incierto.

Pero hay un sector, el de la exhibición cinematográfica, que parece anclado en la época en que todo era perfecto, en la que el dinero corría a espuertas y las salas se llenaban. Han pasado cuatro años, ya casi cinco, desde el comienzo de la crisis, y el precio de las entradas sigue subiendo, como si esto fuera Jauja en vez de Ruinolandia. Y, claro, pasa lo que pasa: las salas están vacías, no ya los días entre semana, sino incluso los viernes, sábados y domingos. Un país con cinco millones trescientos mil parados no puede permitirse pagar 7,50 euros en Madrid por cada entrada (9 euros si es en 3D), lo que supone que, para una parejita, hay que desembolsar 15 euros más las palomitas y cola, que cuantitativamente son mucho más caras que la propia entrada, en torno a 5 euros cada “pack”. Total, un entretenimiento de hora y media le cuesta a una pareja la bonita cifra de 25 euros, en un país donde millón y medio de hogares no tiene ingreso oficial alguno.

Así las cosas, ¿por qué siguen los exhibidores manteniendo su ciega política de precios? Hace años que vengo diciendo (pero no ahora con la crisis: hablo de hace treinta años) que los precios de los cines son desorbitados, y que no tiene sentido que se cobre lo mismo por una sesión en lunes que por otra en sábado. Ello no quiere decir que haya que incrementar el coste de la sesión sabatina, por supuesto, sino reducir drásticamente los precios de lunes a jueves. ¿Cuánto cuesta abrir cada día un complejo de multisalas diariamente? Una pasta. Pues la mayoría de los días cerrarán sin siquiera haber cubierto esos gastos. Después se quejarán de la ruina que tiene encima la exhibición, de las descargas ilegales, del top manta… Pero nada de reducir precios, de estimular el caletre para dar con fórmulas imaginativas. Así estamos, con unas cifras de recaudación en España que son preocupantemente decrecientes, mientras en otros países, como los de nuestro entorno europeo, se mantienen razonablemente e incluso crecen. Cifras cantan: en el fin de semana del pasado domingo 11 de marzo la recaudación bruta de los cines en España fue un 47% inferior a la de igual fin de semana del año anterior.

El sector de la exhibición española es, probablemente, uno de los más inmovilistas de la industria del país: ahí están las pruebas, un negocio que tiende a la ruina y, sin embargo, no se pone coto alguno, ni se toman medidas, ni se piensa en fórmulas que lo saquen del marasmo. Y no será porque no tienen indicios más que claros sobre lo que hay que hacer: una vez al año se celebra en España, desde hace varios años, la llamada Fiesta del Cine, un fin de semana en el que asistiendo a alguna de las miles de proyecciones que se hacen en nuestro país, se regala un bono que permite ir a otras proyecciones durante los primeros días de la semana siguiente por un precio muy reducido. El éxito en las ediciones anteriores ha sido total, con una gran afluencia durante ese fin de semana para conseguir los bonos y, por supuesto, con una amplia utilización de los mismos durante lunes, martes y miércoles con esos precios de ganga. Es decir, la gente quiere ver cine, lo que no quiere es verlo a precios de Ferrari Testarossa.

¿Para cuándo se caerán del caballo estos Saulos en el camino de Damasco? ¿Cuántas salas tendrán que cerrar, cuántos empleados habrán de ir al paro, cuántos empresarios tendrán que dedicarse a otra cosa, hasta que se den cuenta de que, si no aplican una política de precios adecuada a estos tiempos, el cine en cines –me encanta esta anáfora-- en España está, literalmente, muerto?