Enrique Colmena

El estreno de la tercera entrega de la saga Crepúsculo, Eclipse, nos permite reflexionar sobre algunos aspectos del moderno cine de vampiros. Ya hemos hablado con anterioridad en CRITICALIA del tema (ver “Vampiros de diseño: génesis y apoteosis”), en un artículo en el que glosábamos series hodiernas como la de Blade, Underworld o la iniciada con Entrevista con el vampiro. Los nuevos “wurdalak” (por utilizar la terminología popularizada por el célebre cuento de Tolstoi) no tienen nada que ver con sus antepasados: carecen del porte caballeresco de Bela Lugosi en la serie de Drácula de la Universal, ni la firme presencia de “gentleman” macho de Christopher Lee en las películas de la Hammer, ni el erotismo apenas velado de los labios carnosos de Frank Langella en el Drácula de Badham, ni la monstruosidad de la bestia de Gary Oldman en el Drácula de Bram Stoker coppoliano, ni la insospechada capacidad para las artes marciales del pétreo Wesley Snipes en la mentada trilogía de Blade, ni las curvas de mareo de Kate Beckinsale en Underworld. Todas ellas iban destinadas a públicos generalistas, si bien es cierto que las últimas series (véanse las mentadas Blade y Underworld) fijaban su objetivo claramente en públicos jóvenes, mayoritariamente masculinos. Por el contrario, la serie inventada por la escritora Stephenie Meyer (el nombrecito de pila se las trae, mamarrachadas de padre carajote) tiene como novedad el hecho de que, por primera vez, está pensada, tanto en libro como en película, para arrasar entre un segmento del público, el de las adolescentes (he estado a punto de escribir “adolescentas”, en homenaje a nuestra ministra de Igualdad, pero al final, entre Aído y Cervantes, ha ganado el último… ¡y eso que era manco!) histéricas que en otras generaciones han perdido la compostura y hasta el “oremus” por el divo de turno, desde los prehistóricos Elvis o The Beatles hasta los más recientes Jonas Brothers. Hay, entonces, un cambio sociológico importante: resulta que un segmento de la población generalmente renuente al cine de terror, el de las adolescentes, se constituyen en el “target” de los expertos de marketing correspondientes, en el objetivo número uno; y lo mejor no es que se constituyan en ello, sino que además los tíos lo consiguen… Bien es cierto que no tiene, en realidad, especial mérito: la saga Crepúsculo no deja de ser, como escribo en mi crítica del tercer segmento, Eclipse, una barata novelita rosa, en la que los dimes y diretes de la adolescente de turno entre dos chicos tiene como variedad peculiar el hecho de que uno esté muerto pero vivo (no se me ocurre una definición mejor para el vampiro) y el otro tenga unas veces la piel depilada como una starlette y en otros momentos tenga más pelo que un felpudo (valga la definición algo pedestre del licántropo). Pero en sustancia (la poca que tiene la serie) la cosa se queda en el esquema típico de la comedia romántica para teens, con chica que se debate entre dos amores en alguna medida contrapuestos. Así pues, si algún mérito cabe reconocerle a Stephenie Meyer y a la productora Summit Entertainment (que, junto con otras pequeñas empresas del ramo, han puesto en imágenes la saga novelesca) es haber ampliado el espectro de la literatura y el cine para adolescentes histéricas hasta el campo, hasta ahora algo proceloso, del terror, aunque en este caso sea un terror bastante “light”, de andar por casa, con monstruos evanescentes, con vampiros efebos que parecen no han roto un plato en su vida, y con bestias sedientas de sangre con unos modelitos de diseño que parecen salidas de las pasarelas de París en vez de las tenebrosas cavernas de Pedro Botero. Así que, ¿quién dijo que la saga Crepúsculo era una bosta de vaca? Yo, y otros muchos. Pero eso no quita la evidencia de que sus fautores, más listos que el hambre, han sabido ensanchar los terrenos en los que pesca, ¡ay, pillines!, todos aquellos que desde hace décadas hacen incesantemente su agosto, aunque estén en enero, con las feromonas revueltas de la legión de adolescentes en edad de merecer. Así que algún mérito hay, aunque sea mercantil. Pues nada, que les den el Nobel de Economía…