Enrique Colmena

Con Hache de Eva Hache, of course. La verdad, tenía mis reticencias sobre la maestra de ceremonias escogida este año por la Academia de Cine de España para conducir la gala de los Goya, pero finalmente no me duelen prendas en reconocer que ha sido una buena elección. Divertida sin ser hiriente, irónica siempre, sus intervenciones fueron frescas (lo cual quiere decir que el guión estaba bien medido y mejor estudiado: no hay otra forma de conseguirlo), y el ritmo de la gala fue bueno, al margen de los peñascazos de los agradecimientos, cada día más tontos y previsibles.

Arrancó la ceremonia con una apuesta asaz arriesgada, nada menos que un número musical a lo Broadway, además contando con algunas estrellas (Belén Rueda, Victoria Abril, Miguel Ángel Silvestre, la propia Hache) que hasta ahora no se habían caracterizado precisamente por sus dotes para la danza; pero está visto que no hay nada que unas buenas sesiones de ensayo y la debida constancia y tesón no logren. Además, el hecho de que algunos de los invitados de mayor ringorrango, como Almodóvar y Antonio Banderas, participaran con sus correspondientes gorgoritos desde sus asientos, ayudó mucho a entender que la cosa iba en serio.

A partir de ahí la gala tenía que mantener el tono, y en general lo consiguió. Incluso cuando el doblemente goyizado Langui inició el número de rap, en el que él es un monstruo, pero cuyos acompañantes (¡ay, ese Antonio Resines ininteligible!) dejaron bastante que desear.

Hubo algunas puyitas a los del patio de butacas (esos que generalmente suelen estar arriba, sea en dos dimensiones, en la pantalla, o en tres, en las tablas del teatro), pero en general no se metió el dedo en el ojo a nadie. Vamos, que el espíritu burlón de Ricky Gervais no apareció, ni se le echó en falta. Entre los adláteres de Hache el más brillante fue, como es habitual, Santiago Segura, cuyo monólogo concitó grandes risas, incluso entre aquellos a los que el cómico, de forma zumbona, repartió estopa por lo bajinis.

En cuanto a los Premios Goya propiamente dichos, que al fin y al cabo (se supone) son el centro y eje de la ceremonia, lo cierto es que la gala pareció estar dirigida por un epígono de Hitchcock, tal fue el suspense que mantuvo en un pañuelo a las cinco películas con más nominaciones, hasta finalmente decantarse el péndulo de la balanza por No habrá paz para los malvados, que se llevó a casa seis estatuillas (o cabezones, para ser más exactos), en los apartados de Película, Director (Enrique Urbizu), Actor Protagonista (Jose Coronado, en el papel de su vida), Guión Original, Montaje y Sonido Directo.

La verdad es que fue todo un acierto por parte de la Academia: pocas películas españolas de este año pasado más interesantes, intensas y estimulantes que esta muestra de cinema noir a la hispana, y totalmente merecido el reconocimiento al buen hacer de un cineasta, Urbizu, que insiste desde hace décadas en hacer un género que en España, a pesar de meritísimos antecedentes, parece haber caído en el olvido.

Tras la vencedora quedaron situados, ex aequo, otros dos notables filmes, con cuatro Goyas cada uno: La piel que habito, que reconcilió a Almodóvar con la Academia, a pesar de no haber conseguido los premios mayores; entre los ganados brilla con luz propia el de Elena Anaya, espléndida en su personaje, y, por qué no decirlo, Jan Cornet en el suyo, dándose el curiosísimo caso, probablemente inédito no sólo en los Goya, sino también en los Oscar y cualesquiera otros premios cinematográficos, de recibir cada uno su galardón, según su categoría, femenina y masculina, respectivamente, por un rol que sin embargo es el mismo. Por cierto que Anaya sobresalió en su discurso de agradecimiento, por una vez entre tanto lugar común del resto de premiados, con un emocionado ditirambo a Almodóvar que sonó a papel memorizado, pero, ¿es eso reprochable a una actriz? Evidentemente no, y el resultado fue excelente. Blackthorn fue la otra premiada con cuatro estatuillas, siendo todo un éxito para este raro filme español, rodado en Bolivia, dentro del género del western y nada menos que como secuela del clásico Dos hombres y un destino, cúmulo de osadías que hubieran merecido un mejor trato en taquilla, ahora al menos parcialmente resarcido con estos galardones.

Tras estos dos títulos quedaron, también ex aequo, otras dos películas, en este caso con tres estatuillas cada una: la andaluza La voz dormida, cuyas actrices María León y Ana Wagener fueron merecidamente recompensadas por sus muy matizados trabajos; y Eva, otra rara avis (en un año en el que el cine español, cosa extraña, ha sido pródigo en filmes peculiares), ciencia ficción en una cinematografía, la nuestra, nada dada a semejante género, reconociendo de esta forma el valor y el riesgo de Kike Maíllo, que consiguió muy atinadamente el Goya al Mejor Director Revelación.

En resumidas cuentas, una ceremonia entretenida, un reparto bastante justo de los premios, y una audiencia televisiva que volvió a volcarse con la gala, haciendo de la cadena que la retransmitía, TVE, la líder de la noche del domingo. No, si al final va a resultar que el cine español interesa y todo…