Enrique Colmena

El estreno de "Entre mujeres" (ver crítica en CRITICALIA) nos da pie a escribir dos o tres cosas (qué godardiano, cuando nadie se acuerda de Godard...) que sabemos, o que creemos saber, sobre la imposibilidad de la transmisión del talento creativo. Se dice que con la inteligencia es posible, y se sabe a ciencia cierta que personas muy inteligentes suelen procrear hijos con aún más capacidad intelectual. Pero el talento, al menos ése del que hablamos cuando hablamos de arte (ahora le toca a Raymond Carver; me está saliendo un artículo demasiado cultista, me temo...), ése no pasa de padres a hijos, salvo en muy contados casos. Véase el ejemplo de la película citada: Lawrence Kasdan es uno de los cineastas de mayor prestigio del cine yanqui de los últimos veinticinco años; el hecho de que en los últimos años no dé pie con bola no empaña su bien ganada fama, conquistada a base de guiones espléndidos como el de "En busca del Arca perdida", o de filmes impactantes que ya están en la Historia del Cine, como "Fuego en el cuerpo", "Silverado", "Wyatt Earp" o “Grand Canyon”. Sin embargo, su retoño Jonathan ha manufacturado muy aseadamente una boñiga de vaca en forma de película, confirmando con ello que no ha pillado ni un gramo del talento paterno.
Pero es que eso pasa prácticamente en todos los grandes de la historia de las artes, sean plásticas, escénicas, musicales o literarias: recuérdese que la propia hija del gran Víctor Hugo, Adele, dio nombre a un trastorno mental, conocido desde entonces como el síndrome de Adele Hugo, un mal psíquico que aqueja con frecuencia a los vástagos de los inmortales, sabedores de la imposibilidad de que puedan siquiera hacer sombra a sus progenitores. Ya que hablamos de cine, recordaremos la notable "Diario íntimo de Adele H." (en el original francés era más austero: "L'histoire de Adele H."), una de las últimas películas de François Truffaut, en la que el cineasta francés ponía en imágenes precisamente la tormentosa vida de esta mujer incapaz de asumir la pesada carga de ser hija de una gloria nacional.
Piensen por un momento en los grandes nombres de la creación artística, en todos sus ámbitos, e intenten recordar hijos de esas cimas mundiales de la cultura que hayan seguido los pasos, y la altura, de sus inalcanzables progenitores. ¿Qué magistrales obras de teatro escribieron los hijos de Shakespeare, Ibsen o Moliere? ¿Qué geniales lienzos pintaron los de Velázquez, Tiziano o Gauguin? ¿Qué maravillosas sinfonías compusieron los de Wagner, Vivaldi o Bach? ¿Cuáles fueron las insignes poesías que inspiraron las musas en los vástagos de Neruda, Goethe o Shelley? Así podríamos estar hasta el Día del Juicio Final, pero no es plan. Es cierto que algún ejemplo hay en el que algunos hijos han pillado parte del arte de sus padres, pero no son frecuentes. Quizá el más evidente y conocido sea el del cineasta francés Jean Renoir, hijo del gran Auguste Renoir, uno de los cuatro ases de la baraja del primer, y seguramente mejor, impresionismo galo del XIX (los otros son, por supuesto, los cuasi homónimos Manet y Monet, y logicamente Degas). También hay raros casos de talento transversal o colateral, como el de las hermanas Emily y Charlotte Bronté, autoras de tensos, intensos, inmensos melodramas victorianos como "Cumbres borrascosas" y "Jane Eyre", o en España los hermanos Antonio y Manuel Machado, hijos a su vez de Antonio Machado Àlvarez, conocido en el siglo como Demófilo, aunque es cierto que, en ese caso, los hijos superaron claramente al padre, que no llegó a ser un indiscutible, como sus retoños.
Pero, al margen de esos casos aislados (y alguno más que seguramente me dejaré en el disco duro), lo habitual es que los grandes de las artes mundiales hayan tenido hijos que, al menos en esa faceta, no han pintado absolutamente nada; piensen en otros grandes indiscutibles: Hemingway, Rafael, Cervantes, Joyce, Beethoven, Dante, Tolstoi, Picasso, Vivaldi, Van Gogh, Cortázar, Malraux, Mondrian, Gaudí, Cezanne, Le Corbussier, Rodin, Dostoievski... ninguno tuvo descendencia que se acercara ni remotamente a su extraordinaria contibución al arte del ser humano.
Y, ya que nuestro tema es el cine, piensen en grandes del Séptimo Arte cuyos vástagos les hayan hecho ni siquiera una mínima sombra: Welles, Ford, Kurosawa, Mackendrick, Kubrick, Fellini, Eisenstein, Ozu, Rohmer, Lang, Hitchcock, Dreyer, Hawks, Murnau, Wilder, Antonioni... y así, "ad nauseam". Algún caso hay, claro, de hijos que han seguido la carrera de sus papás geniales, como el de Ingmar Bergman, Daniel, que ha dirigido algunos filmes que no están mal, pero que no pasan de ahí, o, mirando hacia nuestra piel de toro, el de Luis Buñuel, Juan Luis, que ha realizado varias películas sin que se pueda destacar más que, en todo caso, "Leonor", y tampoco es una obra maestra, ni mucho menos. Casi mejor no nos acordamos del vástago de Carlos Saura, homónimo de su padre salvo por el segundo apellido, Medrano, autor de aquella cosa incomestible titulada "Tú qué harías por amor" (podría, por ejemplo, dejar el cine para quien sabe hacerlo, que es el caso de su padre...).
Así que, lo dicho: si eres hijo de un genio, mejor que te dediques a otra cosa; te ahorrarás un "peazo" de frustración del tamaño de (acordémonos de uno de los inmortales que hemos citado) la Sagrada Familia, y ya de paso, como quien no quiere la cosa, nos librarás de aguantar tus memeces de niño de papá...