Enrique Colmena

La presencia cuasi espectral de Jean-Pierre Léaud en el reparto de El Havre, la por ahora última (y tan sobrevalorada) película del gélido Aki Kaurismäki, nos permite echar un vistazo a la vida y, sobre todo, la obra de este actor francés, parisino por más señas (antiguamente, para darse pisto, se decía a la francesa, “parisien”…).

Pero, ¿quién es este actor de gesticulación excesiva y rostro abotargado que encarna en el filme del finlandés a un abominable delator? Pues nada más y nada menos que el hombre que durante prácticamente dos decenios interpretó en la pantalla, intermitentemente, el personaje de Antoine Doinel, a la sazón un rol de tintes autobiográficos del cineasta francés, precozmente malogrado, François Truffaut. Quizá la gente joven piense que Truffaut es una antigualla, pero para los que peinamos canas, o directamente no peinamos, el cineasta francés es una referencia obligada, uno de esos nombres imprescindibles en la cinefilia, aquel que decía, seguramente con toda la razón del mundo, que prefería el cine a la vida.

Pues Léaud, como decía, hizo de Doinel, un heterónimo del propio Truffaut, a lo largo de casi veinte años; esta extraña colaboración se inició cuando el joven Jean-Pierre tenía apenas quince años, en 1959, en la mítica Los cuatrocientos golpes, la película iniciática del movimiento de la Nouvelle Vague, que zarandearía el anquilosado cine francés de la época hasta ponerlo literalmente patas arriba y desarrollar una nueva forma de hacer cine, que pronto se contagió a otras cinematografías y otros movimientos: Free Cinema Inglés, Nuevo Cine Alemán, Cinema Novo Brasileiro…

En Los cuatrocientos… Léaud era un chico inestable, problemático, con tendencia a escaquearse del cole, fascinado por el cine… mismamente como el niño que había sido Truffaut sólo unos años antes. El filme se convirtió de inmediato en el estandarte de otra forma de hacer cine, más libre, más sencilla, más directa, y catapultó a la fama al pequeño actor y a su director. Durante los diecinueve años siguientes, Léaud volvió a interpretar a Antoine Doinel en El amor a los veinte años (1962), Besos robados (1968), Domicilio conyugal (1970) y El amor en fuga (1978), asistiendo el público al crecimiento, juventud y primera madurez de este “alter ego” del cineasta francés, un experimento sin duda curioso que, sin embargo, fue algo más que un experimento: Truffaut supo hablarnos en esos cinco filmes que constituyen la saga Doinel de los sentimientos, esperanzas, también desilusiones, de la gente joven que vivió los coletazos de la dura postguerra, los vientos de cambio de los años sesenta, el Mayo Francés y la Primavera de Praga, los turbulentos años setenta… dos décadas que cambiaron el mundo.

Aparte de esas cinco colaboraciones de Léaud para Truffaut en la serie Antoine Doinel, aún tuvieron tiempo ambos de hacer otras colaboraciones como actor y director, en filmes como Las dos inglesas y el amor (1971) y La noche americana (1973). Jean-Pierre, durante ese tiempo, también fue un rostro habitual en el cine de otros de los grandes directores de la época, desde el radical Jean-Luc Godard, para el que hizo, entre otros, Lemmy contra Alphaville (1965), Pierrot el Loco (1965), Masculine, féminin (1966) y La chinoise (1967), hasta Bernardo Bertolucci, interviniendo en su mítica El último tango en París (1972), pasando por Pier Paolo Pasolini, para quien hizo Pocilga (1969).

Pero (¡ay!, siempre tiene que haber un pero…) François Truffaut muere en 1985, víctima de un tumor cerebral, y con él desaparece lo más parecido a una figura paterna que tenía Jean-Pierre Léaud. Desde entonces la vida, y sobre todo la obra del actor parisino no ha sido la misma. Se hundió en una profunda depresión, que le llevó incluso a cometer actos violentos, y aquellos directores que antes se lo disputaban parece que se olvidaron de él, y a partir de ahí sesteó en filmes de escasa enjundia o en productos televisivos, alimenticios pero ciertamente irrelevantes.

Sólo Aki Kaurismäki lo rescató durante la década de los noventa para sendos filmes, Contraté a un asesino a sueldo (1990) y La vida de bohemia (1992), encontrando en el gesto hierático del antiguo Antoine Doinel una posse ideal para su peculiar cine gélido. Después, otra larga ración de mediocridades hasta que de nuevo Kaurismäki, ya en 2011, lo trae de nuevo a la palestra en El Havre, donde el actor francés compone un personaje sórdido, un chivato de abyecta apariencia física, que denuncia a un chaval al que, las vueltas que da la vida, podría haber interpretado él mismo cincuenta años atrás, cuando era el preadolescente rebelde y moderadamente salvaje de Los cuatrocientos golpes, cuando tenía toda la vida por delante, cuando no sabía que el manto protector de Truffaut desaparecería prematuramente.