Enrique Colmena

El éxito en España de la adaptación a la pequeña pantalla de Juego de Tronos, la primera de las novelas que compone la (por ahora) incompleta saga Canción de Hielo y Fuego, ha resultado ciertamente llamativo. En primer lugar, por emitirse sólo en una cadena de pago, con lo que su audiencia ha tenido que ser, inevitablemente, limitada; en segundo lugar, porque su emisión catódica ha provocado un enorme interés por conocer la propia serie de novelas, hasta el punto de que, cuando se escriben estas líneas, las librerías principales de mi ciudad están desabastecidas de los primeros números, esperando como agua de mayo las reediciones que está realizando a toda prisa la editorial Gigamesh, dueña de los derechos de publicación para España.

Pero, ¿qué es lo que ha llamado tanto la atención en la adaptación de esta primera novela, como para que haya convertido en best-seller la saga entera imaginada y escrita por George R.R. Martin? Intentaremos analizar cuáles pueden ser las razones de su éxito.

La saga de Martin, a quien a veces se le ha tachado de epígono de Tolkien y su ciclópea El Señor de los Anillos, en realidad no tiene tantos puntos de encuentro con la famosa Trilogía. De hecho, está mucho más cerca de otros mitos de escenografía medieval, como el ciclo artúrico de los Caballeros de la Mesa Redonda, con su rey elegido, su fiel primer caballero, la importancia esencial de la reina, los pérfidos rivales rubios, la magia difusa. Pero ello no quiere decir que la saga sea deudora de los caballeros de Camelot, sino que podría decirse que estos han inspirado algunos de sus personajes; pero, aparte de ello, la serie tiene entidad propia. También hay una evidente trasposición de, sino la letra, si el alma de civilizaciones bárbaras como los hunos.

Por tanto, quizá lo más llamativo de la serie, tanto la novelística como la audiovisual, sea la recreación de una Edad Media paralela, donde es posible rastrear las huellas de la etapa de nuestra civilización que conocemos con ese apelativo (escenografías, vestimentas, comportamientos, jerarquías, clases sociales, economía…); sin embargo, no estamos ante un mero disfraz de nuestro Medioevo, sino que el autor (y los guionistas en la serie) re-crean, a partir de una base histórica, una narración que nada tiene que ver, ni geográfica, ni política, ni bélica, ni sociológicamente, con el período en el que obviamente se inspira.

Podría considerarse banalmente que Juego de Tronos, el primero de los libros hasta ahora llevados a la pantalla, es una mera aportación al género que suele denominarse de “espada y brujería”, pero no sería justo. No sé si estaré cometiendo sacrilegio literario, pero los conflictos que se plantean en la historia martiniana podríamos considerarlos de estirpe shakespeareana; en efecto, no estamos ante una fútil crónica de batallitas entre furibundos guerreros de crudelísimos actos, sino que nos encontramos ante temas de calado muy superior: el Honor, con mayúsculas (pensándolo bien, no sé de qué otra forma se podría escribir…), los límites y las servidumbres de la amistad, el poder y la gloria, la lealtad, la traición, el proceso de maduración… una larguísima panoplia de temáticas a cual más intensa, pero sin que por ello estemos ante un ladrillo a los que son tan dados algunos autores que parecen disfrutar aburriendo a modo a sus lectores/espectadores.

Aparte de ello, la versión para la pequeña pantalla ha sido aderezada con algunas escenas de sexo adicionales que no estaban en el original literario; la aparición de George R.R. Martin como productor ejecutivo deja claro que no se han hecho esos insertos sin su consentimiento. También es verdad que los diálogos, que en la novela son muy buenos, llenos de chispa y (sobre todo en la taimada, cínica corte de la capital del reino, llamada Desembarco del Rey) punzantes como el acero valyrio (los que hayan visto la serie o leído la novela saben a qué me refiero), han sido en ocasiones incluso mejorados en la serie catódica, con una intensidad que hace pensar que el propio Martin, aunque no figure en los créditos como guionista, ha debido meter la pluma y añadir nuevos textos que, digámoslo ya, hacen que los diálogos televisivos sean incluso mejores que los novelísticos. También es cierto, haciendo honor a la verdad, que la novela es, en su conjunto, más armónica e informa mejor de la numerosa pléyade de personajes que la pueblan, en muchos casos inolvidables: el recto Lord Stark, demediado entre el Honor y la Familia; Lord Varys, el eunuco, un sibilino personaje que maneja los hilos de la corte con su silente tela de informadores; Lady Stark, la loba que no dudará en defender, literal y figuradamente, la vida de sus hijos y de su hombre; Meñique, el despechado pretendiente de Lady Stark, cuya amargura vital le conduce a una vida de depravación y crueldad; Robert, el rey, que se sabe guerrero brutal pero mal monarca, y que pretende huir de sus obligaciones y de su matrimonio de conveniencia a través de la bebida y de sucedáneos de la guerra como la caza; Jaime Lannister, el Matarreyes, gemelo de la reina, con la que comparte no sólo genes sino otras intimidades, un guerrero sin piedad cuya ambición no conoce límites; los hijos de Lord Stark, cada uno a su manera un personaje singular: Robb, primogénito, abocado a convertirse, casi adolescente, en Señor de uno de los Siete Reinos, y empujado también a disputar la corona vacante; Bran, tullido por una caída no precisamente accidental, que habrá de sobreponerse a su minusvalía; y Jon, el bastardo, unido por sangre a sus hermanos y padre, pero aherrojado a la Guardia de la Noche (un no precisamente selecto destacamento que vela por la seguridad de los Siete Reinos de innombrables enemigos de los que todos hablan en voz baja) por un juramento perpetuo, lo que le escinde el alma y el entendimiento.

Pero, qué quieren que les diga, sobre todos ellos, me quedo con el personaje de Tyrion Lannister, llamado el Gnomo, el hijo enano de Twyn Lannister, al que todos desprecian, no sólo por su malformación física, sino también por su lengua viperina y vida disoluta, pero que se irá perfilando, conforme avanza la trama, como uno de los personajes más lúcidos de toda la historia. De él parten las mejores réplicas en los diálogos, las escenas más interesentes le tienen a él de por medio, y a todas luces resulta ser uno de los más fascinantes descubrimientos tanto en la novela como en la serie televisiva, en este último caso con los conocidos rasgos de Peter Dinklage, reconocible como el enano de las dos versiones hasta ahora realizadas de Un funeral de muerte.

En definitiva, una gozada para los sentidos, tanto en la versión literaria como en la audiovisual; así las cosas, no es extraño que las novelas se hayan acabado en las librerías y que los telespectadores pregunten para cuándo la adaptación de la segunda novela, Choque de reyes. Pues aún falta…