Enrique Colmena

El estreno de El escritor, su nuevo filme después de cinco años sin dirigir, pone de nuevo en el candelero, por su cine, a Roman Polanski, aunque hace sólo unos meses fuera su vida la que le colocara en el centro de todas las miradas, al ser detenido en Suiza (donde había acudido, cosas veredes, a que le rindieran un homenaje: pues vaya homenaje…) por una vieja historia de un delito cometido hace 33 años. Porque, efectivamente, la vida (y quizá consecuentemente también la obra) de Polanski ha sido un cúmulo de tragedias o eventos dramáticos.

Nacido en el seno de una familia polaca judía pero en la muy francesa ciudad de París de los años treinta, los padres tuvieron la (in)feliz idea de volver a su tierra polish justo dos años antes de la invasión nazi de su patria, que daría lugar a la Segunda Guerra Mundial. La madre murió en un campo de concentración, en la primera de las grandes tragedias que le asolarían. El joven Polanski empezó a interesarse pronto por el fenómeno cinematográfico, interviniendo por primera vez como actor, en un pequeño papel, a los 20 años. Sólo dos años después debuta ya como director, bajo los auspicios de Andrzej Wajda. Inicia entonces una interesante carrera en su país, como director y actor; en 1962 hace el thriller El cuchillo en el agua, que llamaría poderosamente la atención en el Festival de Venecia. Polanski es entonces tentado por el cine europeo occidental y en 1965 dirige Repulsión, potente introspección en el universo de la represión sexual femenina, con elementos oníricos y surrealistas que desconcertaron a más de un crítico (y no digamos al resto de la cinefilia…), pero que le encumbran enseguida como maestro de lo extraño Esa fama se acrecienta cuando al año siguiente, también en el Reino Unido, hace Cul-de-sac (en España titulada Callejón sin salida), de nuevo con una atmósfera cerrada, claustrofóbica y un estimulante uso del blanco y negro (como en Repulsión, donde era prácticamente el antagonista de la protagonista, una Catherine Deneuve más gélida que nunca). Otro año más y el joven Polanski decide cambiar de género y de tono, en una táctica que le ha dado, en general, buen resultado, y que, a lo largo de su carrera, le ha confirmado como uno de los cineastas más eclécticos de los últimos cincuenta años. Es el momento de la comedia entreverada de terror (o viceversa…) El baile de los vampiros, con él mismo como víctima propiciatoria para los no-muertos del filme. Con esta su tercera obra en Occidente, Polanski consigue que le tiren los tejos desde Hollywood, y en 1968 hace en Estados Unidos La semilla del diablo, multipremiada y que pone de moda un demonismo de corte cotidiano, como si las brujas del aquelarre fueran a tu casa a pedir sal.

La vida parecía sonreír a aquel niño judío que las pasó canutas en la Polonia de su infancia: festejado en los USA como una de los cineastas más interesantes de los años sesenta, casado con una guapa actriz de la época, Sharon Tate… ¿qué más se podía pedir? Quizá, no ponerse en la línea de tiro de la panda de asociales de turno, para la ocasión la familia Manson, liderada por Charles ídem, un psicópata que asesinó a su esposa, embarazada de ocho meses, mientras Roman rodaba en Inglaterra. Aquel macabro suceso marcaría la vida de Polanski, que tardaría tres años en volver a dirigir; una notable adaptación del Macbeth shakespeariano sería el título elegido, seguramente refugiándose en un clásico que le permitía hacer antes un ejercicio de estilo que una creación “ex nihilo”. Al año siguiente hace la comedia romántica Qué?, a mayor gloria de la entonces pimpante Sydne Rome, uno de los pocos fracasos de aquella época, en un filme demasiado extravagante que no convenció a nadie, pero que le permitió dar otra vuelta de tuerca a su eclecticismo temático. Chinatown le devuelve a Estados Unidos y a la fama: espléndida recreación de la mejor atmósfera del cine negro yanqui clásico, su estreno le otorga de nuevo la estatura de maestro.

De vuelta a Europa, rueda El quimérico inquilino, sobre la novela de Topor, que le devuelve (con él como protagonista) al universo opresivo y cerrado de Repulsión, ahora en clave masculina y sin temática sexual; filme que no gustó a casi nadie, el paso del tiempo ha ido haciendo de él casi un clásico, ganando crédito entre los cinéfilos a lo largo de los años. En esa época, en 1977, su vida da otro vuelco: durante una sesión de fotos, al parecer sedujo, mediante alcohol y drogas, a la adolescente que servía de modelo, siendo acusado de estupro y violación, y condenado a la cárcel, de la que escapó aprovechando un permiso, no volviendo a pisar suelo norteamericano para evitar ser capturado. Convertido de alguna forma en un apestado, consigue rodar en Europa Tess, una de sus obras cumbres, curiosamente la historia de una adolescente seducida por un hombre y golpeada salvajemente por el destino, protagonizada por una Nastassja Kinski en la plenitud de su físico y de su arte interpretativo.

Siete años van desde Tess hasta que en 1986 rueda Piratas, comedia de corte aventurero (otra vuelta de tuerca temática) que interesó más bien poco; algo mejor le fue un par de años después con Frenético, con Harrison Ford como superstar, en un thriller algo tramposo, y con una Emmanuelle Seignier que se convertiría en su nueva esposa. Lunas de hiel, su siguiente filme, ya en la década de los noventa, intenta recuperar las zonas oscuras del cine polanskiano, en torno a las relaciones humanas y sus aspectos más escabrosos, pero no tiene la altura de sus grandes logros. La muerte y la doncella, sobre la obra de Ariel Dorfman y con la temática del verdugo y la víctima, resulta en exceso teatralizante y no tiene gran repercusión. Menos aún la bastante vulgar La novena puerta, que rueda en España sobre la novela de Pérez Reverte, y en la que Polanski iba claramente con el piloto automático puesto.

El siglo XXI parece que se abrió bien con El pianista, ambientada en un campo de concentración nazi, que le reporta un buen puñado de Oscars y lo que parecía una reconciliación con Hollywood; sin embargo, su posterior filme, una adaptación del clásico dickensiano Oliver Twist, resultó ser tan académica como fría y escasa en creatividad.

Por fin, en 2010 estrena El escritor, más bien floja aportación al género del thriller entre policíaco y político. Y, como los dramas de este hombre parecen no tener fin, el continuo juego del ratón y el gato con la justicia norteamericana (que lo tiene en busca y captura desde hace 33 años) acabó hace unos meses en Suiza, cuando fue detenido por la policía helvética a instancias de la Interpol. Por supuesto, no vamos a disculpar el delito que cometiera Polanski en su momento; no obstante, no deja de ser llamativo que, 33 años después de cometido, con una víctima que hace decenios que pasó página de aquello, vuelva de nuevo aquella sórdida historia a encenagar la vida de un hombre al que le ha pasado de todo. A nosotros como cinéfilos nos interesa su obra, y lo cierto es que ésta tiene una coherencia y una altura, en general, notables: filmes como Repulsión, La semilla del diablo, Chinatown, El quimérico inquilino, Tess y El pianista, le reputan como el cineasta sólido, ecléctico, con frecuencia magistral, del que aún esperamos (si la justicia yanqui así lo quiere) algunas muestras más de su inmenso talento.