Enrique Colmena

La primera vez que se oyó hablar, a niveles masivos, de Pixar, fue con el estreno de “Toy Story”, allá por 1995; era la primera película de largometraje totalmente realizada a través de recursos informáticos; no existía dibujo en sentido estricto, sino que los personajes, los escenarios, el atrezzo... todo, se hacía con el concurso del ratón y, por supuesto, de ese extraño sistema binario que ha cambiado la vida del ser humano de hace tres décadas para acá. “Toy Story” nos sorprendió a todos: acostumbrados al dibujo animado tradicional, fundamentalmente de Disney, la técnica llamó la atención, pero lo mejor fue que, en lugar de ser el típico invento que lo fía todo en la nueva tecnología, ésta contenía una muy curiosa historia ambientada en el universo de los juguetes y en sus difíciles relaciones con los niños a los que sirven como tales. Personajes como el vaquero Woody, o Buzz Lightyear, o el Señor Patata, se hicieron popularísimos entre la grey infantil (y no tan infantil…).
Claro que aquello podría haber sido el sonido de la flauta al ser tocada por casualidad por el burro. Tres años más tarde, con “Bichos”, se demostró que no era así. John Lasseter, creador de Pixar y director del primer largo de la casa, se hacía cargo también de este segundo empeño, que resultó ser una afortunada versión de los clásicos “Los siete samurais” y “Los siete magníficos” (“remake” el segundo del primero, como es sabido), pero ambientado en el universo minimalista (nunca mejor dicho) de una comunidad de insectos de diversa laya.
Como las aventuras de los juguetes animados habían dejado tan buen sabor de boca, Pixar estrena en 1999, de nuevo con dirección de Lasseter, “Toy Story 2”, segunda entrega que, contra todo pronóstico, mejora incluso el gran resultado de la primera parte, en una aventura con personajes conocidos pero con nuevas e imaginativas ideas. John Lasseter deja por primera vez la dirección de los largometrajes de Pixar a comienzos del siglo XXI, cuando es Pete Docter quien dirige la estupenda “Monstruos S.A.”, un homenaje a los cocos y bichos con los que nos atemorizaban en nuestra más tierna infancia, vistos desde una deliciosa perspectiva.
En 2003 es Andrew Stanton, otro de los hombres de la casa, autor de alguno de los guiones de los largos anteriores, quien pasa a la dirección con la espléndida “Buscando a Nemo”, una reflexión (divertidísima, como todo lo de Pixar) sobre los problemas de la paternidad, en un ambiente muy húmedo: el mero océano… Un año después será Brad Bird, el recordado director de “El gigante de hierro”, quien se suma a la “troupe” pixariana dirigiendo “Los increíbles”, fresca, innovadora, desternillante sátira sobre los superhéroes. Los coches serán los personajes exclusivos del siguiente empeño de Pixar, “Cars”, que dirige de nuevo Lasseter, en una de esas películas en las que, a modo de fábulas mecanicistas, se utilizan seres no humanos pero antropomórficos, para exponer las miserias (y alguna grandeza) de los hombres (y las mujeres, no se nos enfaden en Igualdad…).
“Ratatouille”, en 2007, pasa por ser quizá el título más flojo de Pixar; dirigido de nuevo por Brad Bird, la historia resulta un tanto tópica y previsible, a pesar de lo cual la calidad del dibujo, la frescura en la realización y los adorables personajes terminaban redimiéndola. Pero si ese filme supuso un pequeño bache, el siguiente producto de Pixar, “WALL-E”, con dirección de nuevo de Stanton, es una de las cimas de la productora, una historia ambientada en un futuro indefinido, en una civilización que ha partido de la Tierra para vivir la vida muelle de los alienados, y cuyo protagonista es un humilde robot basurero que vive en nuestro planeta, convertido en un erial, en un fantasmagórico lugar donde, sin embargo, aún hay sitio para los sentimientos. Bellísima historia, la media hora inicial es un prodigio cinematográfico, y el conjunto es fascinante.
La filmografía de Pixar se cierra, por ahora (ojalá dure mucho más) con “Up”, con dirección de Peter Docter; es otra delicia, ahora con el inesperado protagonismo de un viejo de carácter hosco, un cascarrabias cuyo agrio talante habrá de conmoverse tras una aventura, con todos sus avíos, donde descubrirá el amor paterno (¿cómo se dice el amor de los abuelos hacia sus nietos, aunque sean putativos como en este caso? Buena pregunta para filólogos e inventores de palabras…) y otras satisfacciones de la vida.
¿Está, o no, justificado lo de la Torre de Pixar del título de este artículo? Que a uno le gusta jugar con las palabras, pero siempre con algún sentido… Y desde luego, esta metafórica torre pixariana no está en absoluto inclinada: al contrario, se yergue enhiesta, impávida, orgullosa, en este lóbrego páramo de invención artística en el que nos encontramos cuando estamos próximos a alcanzar la segunda década del siglo XXI.
Una de las consecuencias que ha tenido la irrupción de Pixar en el panorama cinematográfico ha sido la de mandar el dibujo tradicional al baúl de los recuerdos: actualmente, el talento en animación está en el dibujo infográfico, en el dibujo por ordenador; otras casas, como DreamWorks o Fox, se han pasado también con armas y bagaje a esta técnica, e igualmente con fortuna: recuérdense las sagas de “Shrek” y de “Ice Age”. Pero Pixar fue la primera, y es, además, la que mantiene un tono siempre altísimo. ¡Ay, Disney, qué bien hiciste aliándote con esta panda de fanáticos del dibujo en disco duro…!