Enrique Colmena

El estreno de “La vida de los otros” (ver crítica en CRITICALIA), flamante candidata al Oscar a la Mejor Película en Habla No Inglesa, pone de actualidad un tema que no se entiende cómo no está, una vez tras otra, en el candelero cinematográfico, como en el literario, teatral y de cualesquiera otras artes: la caída del Muro de Berlín, en 1989, y cómo ello supuso que, bajo sus escombros, se sepultara una visión del mundo (la ortodoxamente comunista) que sólo pervive, y de forma sutilmente distinta, en algunos lugares del planeta: véase China, donde la dictadura postmaoísta mantiene una apariencia comunista con un férreo control político, pero se ha convertido en una floreciente economía capitalista, el mayor de los dragones asiáticos; véase Cuba, dinosaurio anquilosado como el mismo Matusalén que la gobierna como si acabara de bajar de Sierra Maestra, como si su etapa no se hubiera terminado ya, de hecho, hace tantos años; véase Corea del Norte, donde el dictador de turno, convertido en sátrapa hereditario (sí, como un rey absolutista: los extremos se tocan…), hace que Stalin a su lado parezca una candorosa monjita.
Hay un caudaloso venero por frecuentar en las siete décadas largas en las que el oprobioso régimen comunista sojuzgó a cientos, miles de millones de personas en el mundo. Claro que, como los comunistas, en general, y los postcomunistas, en particular, gozan de una extrañísima bula en las democracias occidentales, seguramente no se harán todas las películas que se deberían, ni serán lo duras que tendrían que ser. Pero no será por falta de temas: en la antigua Unión Soviética tienen de todo: las purgas que se ejecutaron contumazmente durante decenios, desde Lenin hasta prácticamente Chernenko (el último dirigente pre-Gorbachov), con los correspondientes gulags o campos de concentración donde se internaba a los disidentes, o simplemente a los que interesaba quitar de en medio, por razones políticas o por el mero capricho del autarca de turno; no digamos ya de las altas esferas del Kremlin, donde se podrían hacer innumerables filmes sobre el poder, la corrupción, la traición… Por supuesto que de las otras repúblicas de lo que en tiempos de Franco se llamaban pomposamente “países satélites” se podrían hacer también muchas películas; temáticas no les faltarían: en Polonia, las revueltas de 1956 y de 1970, reprimidas con mano de hierro, y no digamos la revolución que supuso a principios de los años ochenta la creación del sindicato Solidaridad, germen de la descomposición del sistema polaco; en Rumanía, donde la felonía de Nicolae Ceaucescu produjo episodios aberrantes, lindantes con lo surrealista o lo chusco, según se vea, sino fuera porque con lo que colinda es, más exactamente, con lo sádico; la entonces llamada Checoslovaquia, donde la Primavera de Praga, en 1968, hizo concebir esperanzas sobre la posibilidad de que existiera un comunismo de rostro humano, esperanza hecha añicos por el Pacto de Varsovia y sus tanques, bajo la férula inicua del Kremlin, que devolverían al país a la ortodoxia comunista y a la dictadura pura y dura; Yugoslavia, donde Tito consiguió amplias dosis de autonomía, aunque sólo fuera para ejercer la represión en su propio nombre, no en el de los jerarcas de Moscú; bien es verdad que las tierras balcánicas, aunque reprimidas bajo una bota de hierro, al menos estaban unidas, sin imaginar la terrible desmembración que sufrirían a la muerte del dictador; y, sin querer ser exhaustivos, la llamada sarcásticamente República Democrática de Alemania, donde Erich Honecker montó un siniestro régimen cuyo brazo de hierro, la STASI o policía secreta, sojuzgó a toda una sociedad durante varias generaciones.
Hay materia, pues, más que de sobra, para que las cinematografías de estos países (o concomitantes, como ocurre en “La vida de los otros”, producida por la Alemania reunificada) traten “in extenso” las mil y una barbaridades que han perpetrado estos abominables regímenes. Ha de ser, necesariamente, su tema recurrente, porque hay muchas cuentas que saldar, aunque sea de la incruenta manera en la que sólo lo sabe hacer el arte.