Manuel Summers es un nombre fundamental en el cine español de los años sesenta. Como director fue el responsable de algunos de los títulos más interesantes de esa década, como Del rosa al amarillo (1963) y La niña de luto (1964), que buscaban, con acierto, entroncar con la sociedad española de la primera década en la que, por fin, empezaban a dejarse atrás las duras miserias económicas de la postguerra, pero también cuando los nuevos aires de la gente joven comenzaba a hacer un cine distinto, ya fuera bajo el paraguas genérico que la Historia ha denominado Nuevo Cine Español, o bien por libre, como solía ir Summers, un francotirador, en el mejor sentido de la palabra, un hombre libre que hizo lo que quiso, o, cuando no pudo, lo que le dejaron hacer.
Como director tendría el cineasta andaluz otros títulos de interés en esta década, como Juguetes rotos o este El juego de la oca; durante los setenta su cine bajó en calidad, y el fracaso económico de la ambiciosa (y talentosa) Ángeles gordos (1981), a comienzos de los ochenta, le abocó a hacer un cine comercial que, ciertamente, estaba muy por debajo de su capacidad artística.
En El juego de la oca Summers plantea una historia de adulterio; conviene recordar que la época era la España de Franco de los sesenta, ciertamente más abierta que la de los años cincuenta, pero aún así sujeta a una férrea censura que, en temas como éste, el sexual, que además podía afectar a la (para el régimen) sacrosanta institución del matrimonio (católico, por supuesto: no había más opción entonces), era muy rígida, por lo que la propia presentación de un film cuyo tema exclusivo era el adulterio, era arriesgado y más que osado.
Madrid, a mediados de los años sesenta. El protagonista trabaja como dibujante en una agencia de publicidad; pertenece a las nuevas clases medias que tiene un buen pasar económico, con casa, coche y vacaciones en verano; está casado, tiene dos niños pequeños, pero se siente fuertemente atraído por una compañera de trabajo. Salen de vez en cuando, y poco a poco intenta acercarse a ella en un plano no solo de trabajo sino también sexual; ella es un tanto reticente, sabe de la situación de casado de él, pero también lo quiere….
Summers filmó su película en una clave evidentemente dramática, pero salpicándola de momentos de cierto humor: juega con las casillas del juego de la oca, que da título al film, haciendo que los dos adúlteros vayan hacia adelante y hacia atrás, como en el popular tablero, con las consabidas historias de este tipo de planteamiento con sexo fuera del matrimonio: resistencia de ella; excusas de él para con su mujer, que se da cuenta de que pasa algo, y que ese algo tiene faldas (entonces las mujeres no solían llevar pantalones…); ocasión para llegar a mayores; desencanto cuando la amante se percata de que él no va a renunciar a su familia.
También inserta el director, perito en esas técnicas, escenas con movimiento acelerado que suponen otro contrapunto humorístico, en este caso casi en tono “slapstick”; el cine de Summers, incluso el más dramático, siempre tenía un punto de comicidad que refrescaba las historias que podían parecer más duras. El contraste funciona, y otorga a la película ese tono de descreimiento adecuado para hacer más digerible lo que se nos cuenta. La intervención de Pilar Miró en el guion otorga la mirada femenina a la historia, nada complaciente, fundada sobre todo en la figura de la amante, una mujer adelantada a su tiempo, que no concibe la vida bajo los parámetros habituales de la época: casarse, tener hijos, etc. No tiene tampoco demasiado claro qué es lo que quiere hacer, pero sí que no es lo que todos esperan de ella, los estándares de su tiempo.
El reparto lo comanda un debutante José Antonio Amor, un actor átono de corta carrera, cuyo hieratismo, quizá sin querer, conviene a su personaje, un hombre escindido entre su pasión erótica y su familia. Mucho mejor Sonia Bruno, que refleja muy bien un personaje que podría considerarse un tanto excepcional para la época, pero quizá no tanto: por primera vez, la mujer empieza a pensar que ella puede tener una vida propia, al margen del varón (padre, hermano, novio, marido, hijo) que siempre la ha mantenido en segundo lugar, en un papel subsidiario del macho dominante. Lástima que ella misma, como actriz, dejara el cine y se plegara a ese papel años más tarde cuando se casó con “Pirri”, entonces famoso futbolista del Real Madrid. Entre los secundarios, en personajes casi de cameo pero, como siempre, bien resueltos, algunos de los intérpretes fundamentales de las siguientes décadas: Julieta Serrano, Juan Luis Galiardo, y una María Massip que creemos fue una actriz desaprovechada por el cine, con una rara capacidad de transmitir emociones, como lo hace en este film.
En las comunicaciones entre los adúlteros, él solía decir a ella, en tono sarcástico, como una clave dentro de su relación, “ponte fea”, un contradictorio imperativo amoroso que ejemplificaba la pasión de ambos, la de él más obvia, la de ella más recatada (y es que estábamos todavía en pleno franquismo…).
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