La muerte del señor Lazarescu

Venía precedida de buenas referencias, y lo cierto es que la rumana La muerte del señor Lazarescu ha cubierto las expectativas despertadas. Y la verdad es que los primeros minutos de un tan largo metraje (dos horas y media) hicieron temer lo peor: parecía el típico producto costumbrista heredero del abstruso cine comunista que se hacía en la Europa del Este (salvando, evidentemente, todas las excepciones de rigor) hasta la caída del Muro, pero resultó ser un espejismo.

Enseguida el espectador se percata de que estamos ante un docudrama con todos sus avíos, pero llevado con mano férrea por un cineasta, Cristi Puiu, que narra con precisión de entomólogo las últimas horas de un pobre jubilado que se siente mal, es recogido por una ambulancia, cuya enfermera lo llevará de hospital en hospital, colapsados por un accidente múltiple, entre la incomprensión, la burocracia y la irresponsabilidad del sistema sanitario.

Lo mejor es que no se plantean tesis, ni se habla “ex catedra”, sino simplemente se muestra un trozo de vida, unas horas de realidad, aunque sea ficción, pero mucho más verosímiles que cualquier “reality” de los que encenagan las televisiones hodiernas. Es, desde luego, un ejercicio de estilo, manejando impecablemente a decenas de actores con frase, que se desenvuelven con una perfección de reloj suizo en largos planos secuencias filmados cámara al hombro, aunque lejos de la tontería del Dogma’95 de Lars Von Trier y compañeros mártires.

Pero no sólo es sólo eso: destila humanidad por todos sus poros, conflicto entre iguales y disímiles, egos hiperinflados y sentido de la responsabilidad en los más humildes. Un filme, pues, realmente excelente, que sólo falla al escamotear al final la muerte del señor Lazarescu que se había anunciado en el propio título. O quizá sea esa precisamente su última grandeza: elidir en la representación cinematográfica lo que en el título es explícito: ¿para qué repetirlo, se habrá dicho Puiu, tal vez en un último gesto de osadía cinematográfica?