La semilla del diablo

En 1968, y previamente a que la desgracia se cerniera sobre la vida familiar de Roman Polanski (en forma de asesinato ritual por parte del clan liderado por Charles Manson en la persona de su mujer, Sharon Tate, embarazada, y de otras personas de su entorno), el cineasta de origen polaco había hecho una incursión en el terreno de lo demoníaco que hizo correr ríos de tinta cuando después se produjeron aquellos trágicos sucesos.

Pero al margen de la anécdota supersticiosa, La semilla del diablo (título español que siempre me ha parecido --en contra del criterio de la cinefilia exquisita-- infinitamente mejor que el original, literalmente El bebé de Rosemary, adaptación de la novela homónima de Ira Levin) permanece como un clásico del cine de terror psicológico, puesto que aquí Polanski renuncia en todo momento a nada que no sean rostros, la apariencia meramente humana de los actores para presentar este caso de engendro diabólico en las entrañas de una pánfila, la eternamente joven Mia Farrow, catorce años antes de su (permítanme calificar como desafortunado) encuentro con Woody Allen.