Pelicula: El Woody Allen que todos echábamos de menos tras la prescindible “Vicky Cristina Barcelona”, ha vuelto. Las calles de Nueva York son de nuevo su escenario, y en él trasiegan con el amor y el desamor esos neuróticos y estrafalarios personajes (en el fondo, tan parecidos a nosotros mismos) a los que nos tiene acostumbrados. Larry David, el creador de “Seinfield” y de “Curb your enthusiasm”, es esta vez el alter ego de Allen, Boris Yellnikoff, un sarcástico e inmisericorde misántropo, ya entradito en años, que se tropieza con una joven paleta sureña empecinada en enamorarle, y que, sorprendentemente, acaba consiguiéndolo. Después la historia se complica con el sucesivo desembarco en Nueva York de los confundidos y desubicados progenitores de la chica que, tras unos itinerarios un tanto desacostumbrados para su férrea moral sureña, encuentran la felicidad, ya sea cambiando de acera o explorando la belleza de los números impares. Probablemente la historia les suena; en efecto, es puro Woody Allen. Sus argumentos, inevitablemente, suelen ser muy parecidos, la cosa es que no nos importa, en realidad casi nos resulta más placentero reencontrarnos en cada filme con sus mismas neurosis, sus mismas obsesiones… y que nos las cuente siempre con tanta gracia, con ese humor tragicómico e incluso existencialista del que están trufados sus brillantes diálogos. El tema es eterno: la complejidad de las relaciones humanas y la escurridiza felicidad, el amor con el que a veces jugamos al escondite… nada nuevo. Lo que hace que “la cosa funcione”, es una portentosa y al parecer, inagotable imaginación, impagable en estos tiempos de planicie creativa. A pesar de sus setenta y cuatro años, Allen sigue jugando a romper con las ortodoxias narrativas y los límites de la ficción y esta vez utiliza el recurso de la segunda persona para convertirnos en voyeurs de la historia que nos está contando. Si en “La rosa púrpura de El Cairo”, esa comedia de tintes pirandellianos, era Jeff Daniels el que se salía de la película, esta vez es el mismo protagonista el que invita al público a subirse a la pantalla y a acompañarle a través de sus idas y venidas por las calles de Nueva York, y de los imprevisibles, y a veces tortuosos, caminos hacia la felicidad. Boris Yelnikoff sabe que le estamos observando (tiene una visión más amplia, por eso -ay- casi le dan el Nobel de Física) y él mismo nos glosa sus aventuras y desventuras, como si nos estuviera contando una anécdota, ante el extrañamiento del resto de los personajes, inconscientes de que tienen un público (Pirandello, una vez más). Ese guiño al espectador, constante durante toda la película, contribuye al tono lúdico y optimista de la historia, dejándonos con un cierto sabor a “joie de vivre” (por otro lado muy usual en las películas de Allen, al menos en las comedias). Todo eso a pesar del humor negro y cuasi metafísico que rebosa el filme, y que pone en boca de sus personajes desoladoras sentencias acerca de la vida y sus miserias aunque proponiendo siempre una alternativa un poco menos terrible, más práctica, para que la cosa funcione, porque finalmente, la vida va de eso, de que funcione, sea como sea. Quizás una de las escenas más ilustrativas de este mensaje, sea ese ataque de pánico ante el vacío existencial (un tanto recurrente hasta para un nihilista recalcitrante como Yellnikoff) con el que, horrorizado, despierta el protagonista en mitad de la noche exclamando “he visto el abismo, he visto el abismo”, mientras la ingenua Melody propone ver la tele para tranquilizarle y le responde, “no te preocupes, si quieres podemos ver otra película”. En fin, que si ustedes también lo han visto (ese abismo que a veces parece una reposición perpetua), a lo mejor sólo tienen que cambiar de canal, seamos prácticos. Quizás como Yellnikoff, tengan suerte y se encuentren con una película de Fred Astaire, de indudable efecto calmante (eso sí, tengan cuidado, vayan a encontrarse con Lars von Trier, el desolador…). El filme se revela como una invitación al carpe diem (siempre tan necesaria, siempre se nos olvida), a disfrutar de la vida como uno pueda, a “sobrevivir” con una sonrisa y a prescindir de catálogos y prejuicios a la hora de buscar el amor. Si funciona, funciona, y no hay que buscarle más lógica… y si no funciona, siempre puedes tirarte por la ventana, como nuestro irredento suicida Yellnikoff, aunque si tienes suerte quizás caigas sobre el amor de tu vida, quien sabe, no desesperen.
Al final, como en toda comedia, reparto de perdices en grandes raciones y para todos, un casting perfecto, como casi siempre (obviemos “Vicky Cristina…”, como obra casi apócrifa, indigna del genial Allen), aunque en mi opinión, y a pesar de la solvencia de Larry David al tomar el relevo de neurótico impenitente de Allen, se echa de menos al hombrecillo de las gafas. En fin, quizás el pobre ya no esté para tanto trote, no sé que pensará Soon Yi… hay que cuidarle, que está ya muy mayor… Y es que ya sea delante o detrás de la cámara, Woody Allen es un ser necesario, imprescindible no sólo por su inigualable maestría a la hora de contarnos lo mejor y lo peor de la vida, sino también por su extraordinaria imaginación, capaz de meter a un coro griego en medio de una película, hacer un anacrónico musical al estilo Hollywood o falsear con tanta gracia un documental acerca de un hombre-camaleón allá por los años veinte… Sin duda, un auténtico genio (No te mueras nunca, por favor.)
Y su sentido del humor. Inigualable, aunque a veces sea negro, negrísimo, y nos deje con una sonrisa a medias… porque, a pesar de todo, sabemos que ahí, acechando, está “el horror, el horror… el amor…” (permítanme la paráfrasis) del apocalíptico Kurtz, al que cita, siempre atribulado, Yellnikoff, pero del que también hay que reírse… (aunque sea Marlon Brando). Ese humor, que siempre nos salva, como tan bien lo sabe Woody Allen. En fin, seamos felices, no insistamos tanto en asomarnos al abismo, hagamos que la cosa funcione. Frente al existencialismo, un poco de bricolaje.

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92'

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Si la cosa funciona - by , Oct 11, 2009
3 / 5 stars
¡El horror, el amor, el humor!